EL CUARTO DE COSTURA

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Apenas había asomado en España la necesidad de unos nuevos tiempos, apenas la sociedad empezaba a despertarse tras un letargo convivencial de cuarenta años. Corría el final del verano del año 76 cuando me desplacé a Valladolid para empezar un año de estudios en aquella afamada Universidad.

Durante un tiempo mis pasos discurrirían por las calles del distrito de Universidad, por las plazas Mayor, Cantarranas o San Pablo, por el paso de Zorrilla, o por los vericuetos del Campo Grande, lugares todos ellos de gran belleza, para mí hasta entonces desconocida.

El primer problema, y no pequeño, fue conseguir un lugar en el que alojarme dada la mermada economía que mis padres podían disponer. Los dimes y diretes, y algunos conocidos, dieron como resultado que encontráramos la casa de una viuda que alquilaba habitaciones a estudiantes o trabajadores serios y formales.

En serios y formales estaba el gran problema del lugar, ya que serios y formales, según Doña Concha, la viuda en cuestión, abarcaba tal suerte de actitudes de aislamiento, circunspección y ausencia de la casa, incluso cuando estabas en ella, que cualquier salida al pasillo cuando ella lo consideraba inconveniente era motivo de admonición y aviso de expulsión de la casa.

Tan estricta actitud, en realidad intolerante, la escudaba ella en que en la casa, y como forma de sustento principal de la dueña, operaba un taller de costura en el que cosían algunas señoritas de edad similar a la de los estudiantes, y a que, en nombre de su virtud, y del buen nombre de la casa y de su dueña, no estaba dispuesta a tolerar ningún contacto, a ser posible ni visual, entre las aprendizas y los huéspedes.

Estaba la tal casa en la calle Pasión, aledaña a la Plaza Mayor, y era un edificio viejo, en alguna forma desvencijado, lo que no era cortapisa para una pulcritud rayana en la obsesión de la casa. El tercer piso, sin escaleras, se abría a dos fachadas lo que hacía una casa luminosa en su parte anterior y posterior, conectadas por un pasillo sombrío.

En la parte anterior estaban los dormitorios, tres, un salón, no muy grande, y un pequeño cuarto, cuyo único mobiliario consistía en dos sillas y una pequeña consola, que tenía puertas al pasillo y a uno de los dormitorios. Concretamente al dormitorio que Doña Concha me adjudicó.  En la parte posterior estaban la cocina, el cuarto de costura, tal vez el más grande y luminoso de la casa, y un pequeño cuarto de estar donde habitaban la televisión, una mesa camilla y algunas sillas.

Mi horario de estudios me hacía salir de la casa por la mañana temprano, cuando aún no habían llegado las operarias del taller de costura. Entre clases, estudios, y alguna actividad algo más lúdica, discurría la mañana entera. Después comía en algún bar del entorno o en el comedor para estudiantes, y pasado el mediodía, y antes de que volvieran las costureras, me acostaba a dormir una siesta de la que me despertaba con el tiempo medido para echarme de nuevo a la calle y pasear la ciudad, ir al cine, actividad para la que el Valladolid de aquella época era el lugar idóneo, o buscar a algún compañero con el que compartir alguna excusión y charla.

Esa fue mi vida durante mis primeros días como estudiante en Valladolid, una vida monótona, sin sobresaltos ni grandes actividades, ese fue mi día a día hasta que un suceso vino a alterar mi vida, y mi fantasía.

Una tarde, en principio normal, tanto en horario como en planteamiento, al despertarme de la siesta, la puerta del cuarto intermedio estaba enmarcada de luz y de él salían voces, voces femeninas, voces que seguramente habían provocado mi despertar.

La puerta que daba paso a aquel cuarto era una puerta vieja, de madera, de pequeño porte y con claros indicios de haber sido cepillada repetidamente para lograr quitar las hinchazones que el clima invernal de Valladolid la había producido. En algún lugar le faltaba claramente alguna astilla. La consecuencia de todos aquellos detalles es que había lugares en los que entre la puerta y el marco cabían sin problemas un dedo y, por supuesto una mirada.

Con curiosidad, el tono era de charla distendida, me acerqué a la puerta y busqué uno de aquellos lugares que abrían la vista a lo que la puerta pretendía cerrar. Inicialmente solo vi la espalda de una de las costureras, la identifiqué porque casi siempre llevaba a trabajar la misma ropa, que tapaba cualquier otra visión del lugar. Inicialmente, pero cuando se movió tondo un mundo de cuerpos entrevistos, en ropa interior o en desnudos parciales, se abrió a los ojos de un estudiante escaso de lances, escaso de experiencias, escaso de expectativas en un mundo en el que, todavía, imperaba una moral rígida y puritana, a un mundo que hacía de aquellas visiones un paraíso solo compartible con pintores, con revistas prohibidas o películas que se proyectaban en el extranjero.

Mis siestas se hicieron más largas, duraban dos o tres probaturas, según la tarde y el trabajo, y durante aquel año las fantasías con toda suerte de mujeres entrevistas, de cuerpos  entrevelados, o no, de experiencias oníricas, hicieron que el monótono, insulso, solitario discurrir de la vida de un estudiante desplazado de su hogar, tuviera una hora anhelada, un momento del día en el que unos cuantos resquicios de una puerta deteriorada marcaban el punto en el que se abría la espectacular puerta al paraíso de la fantasía erótica.

Ahí, en ese estricto entorno de una casa de huéspedes de Valladolid, aprendí, casi me hice un maestro, de los placeres de un “voyeur”. Ahí aprendí a apreciar una sonrisa cómplice apenas insinuada, a disfrutar de una mirada casual directamente a mis ojos, a disfrutar de un desnudo más allá de lo necesario por “despiste”, a alcanzar el clímax del disfrute visual cuando algunas veces, pocas, siempre con las mismas protagonistas,  la clienta insistía en una segunda prueba. Una segunda prueba en la que, invariablemente, se adornaba, se demoraba, se recreaba y, brevemente, o no tanto, por descuido, dejaba a la vista rincones de su cuerpo que la ropa a probarse nunca llegaría a rozar, pero que, en un par de ocasiones, ella acarició con sus dedos sin dejar de mirarme.

Nunca llegué, faltaría más, a intercambiar con ellas una palabra, a saber sus nombres o sus circunstancias, a tener más noción de ellas que la visión de sus cuerpos, visión que si a algunas les robaba, otras, claramente, me regalaban.

Fue un año provechoso en estudios, un año en el que obtuve un diploma universitario y un doctorado en juegos erótico-visuales, títulos ambos que cambiaron mi vida.

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