Natural de Salem (territorio de brujas, en el estado de Massachusetts), Nathaniel Hawthorne fue un conocido novelista y cuentista de la primera mitad del siglo XIX. Herman Melville le dedicó su célebre Moby Dick, y Edgard Allan Poe destacó la imaginación y originalidad de sus relatos.
En 1842, con 38 años de edad, Nathaniel se casó con Sophia, una pintora de su misma ciudad. Tras su boda, se establecieron en Concord, a menos de 100 kilómetros de su Salem natal, y comenzaron a escribir juntos unos escritos que se acaban de publicar en español por vez primera: Diarios en la vieja rectoría (Siruela).
En el círculo de amigos que tenían en su nuevo hogar estaban figuras del ‘trascendentalismo’, como el escritor Ralph Waldo Emerson (de la misma edad que Nathaniel) y el naturalista y agrimensor Henry David Thoreau (bastante más joven que ellos). Del primero, Lorenzo Luengo dice en la introducción que era “portavoz incansable de lo que la naturaleza no puede nombrar por sí misma”. Del segundo, el gran entomólogo Edward O. Wilson, recientemente fallecido, señalaba que lo que Thoreau creía ser una guerra entre dos especies de hormigas, no era otra cosa que una incursión en busca de esclavas. De él diría Sophia, en estos diarios, que era un joven “tan feo como el pecado”, pero que “su fealdad es del tipo honrado y agradable, y le sienta mucho mejor que la belleza”.
El matrimonio Hawthorne ponía en valor el objetivo de vivir y disfrutar, lo que les otorgaba un aire distante y espectral, pero también tierno y candoroso.
Así, por ejemplo, la ensimismada Sophia hablaba de que no parecía haber más movimiento en el mundo que el de nuestros latidos. En tanto que Nathaniel reconocía que la compañía de su mujer le generaba una sensación profunda de belleza, que le llevaba a mirar “todo a través de las propiedades de su espíritu” y acercarse a lo que veía digno de eternidad. Y deslumbrado por Sophia, proseguía: “Tiene un amor y un gusto por las flores que raya en la perfección, y sin los cuales una mujer es un monstruo; y esto es algo que estaría bien que los hombres poseyéramos, dentro de lo posible”. Apoyado en esta disposición, Nathaniel confesaba en intimidad que le encantaba observar el desarrollo progresivo de cada nuevo vegetal, hasta el punto de llegar a anotar incluso su crecimiento diario.
Ambos sentían placer en el simple rastrillar las hojas secas y las ramitas del camino de entrada a su casa, un trabajo doméstico lleno de sentido. A la vez, sentían el enorme daño que una helada podía causar en su jardín y señalaban el enorme sufrimiento experimentado así por las alubias. No tenían problemas económicos que les acuciaran, ciertamente. También, de forma natural, se preocupaban por otros seres vivos: “¿Y qué será de los pájaros con una lluvia tan intensa como esta?”, los imaginaban muy desconsolados entre las goteantes hojas.
Una vez, en el silencio de la noche, oyeron de pronto “el suave y alegre trino de un pájaro procedente de un árbol cercano: era una verdadera melodía, como aquellas que saludan el purpúreo amanecer o se mezclan con la dorada luz del sol. ¿Qué quería decir aquel pajarito, al prorrumpir así en plena noche? Probablemente su trino surgió en medio de sus sueños”.
“Es un verdadero serafín”, llegaría a decir Sophia de Nathaniel, su adorado y dulcísimo marido: “Mi querido amor me está leyendo Shakespeare en voz alta este invierno, y puedo decir de corazón que nunca hasta ahora lo había comprendido”.
Tras leer estos diarios de una pareja recién casada, me quedo con el cultivo consciente de la belleza y la generosidad que desplegaron, y, en definitiva, su anhelo de disfrutar de la vida hasta lograr un corazón satisfecho.