Hay organizaciones bien remuneradas que hacen moda de insultar gratis et amore a quien sea de entre los ciudadanos. Se ciscan en sus elegidos –día tras otro, en medios públicos que todos pagamos- y apelan a la libertad de expresión para acosarlos; si los papeles se permutaran, pondrían el grito en el cielo. ¿Qué es lo mejor que los ofendidos pueden hacer? Tras reconocer el abandono en que están (el PSC ha tenido ahora un trato especial, al ser expulsado el insultador de un programa basura de TV3), hay que cerrar filas en el humor, asumir los insultos con chirigota y, sin quejarse, darle la vuelta a la afrenta y desactivarla, los agresores irán perdiendo los papeles. Aunque no se reconozca lo suficiente, esta arma humorística resulta la más eficaz. No es fácil hacerse con ella, pero es contagiosa. Conquistar alegría no está al alcance de los maltratadores y produce estupor y envidia.
El periodista gerundense Albert Soler se reivindica botifler, término que corresponde, según define una docta institución, a quien colabora con los enemigos de su tierra. La Enciclopèdia Catalana, por su parte, lo presenta también como sinónimo de ‘inflado, presumido, arrogante’. Este epíteto obtuvo renombre hace siglos, a raíz de la guerra mundial que fue la Guerra de Sucesión al trono de España, y se dedicaba a los partidarios de Felipe V de Borbón, nieto del Rey Sol, enfrentado con el archiduque Carlos de Habsburgo (quien en 1711 renunció al trono español para ser emperador del Sacro Imperio Romano Germánico). En su reciente libro Un botifler en la Villa y Corte (Península), Albert Soler confiesa con descaro que a uno le señalan como botifler si es “alguien que no se traga el mensaje de la republiqueta, alguien que piensa por su cuenta, alguien que se ha convertido en una molestia para el régimen. ¿Cabe mayor orgullo?”. Y, recalca, “un enemigo es alguien que perjudica, y nadie ha perjudicado más a Cataluña que los líderes del procés, seguidos por quienes les han mostrado apoyo; esos serían los colaboradores necesarios”.
Tras estar dos semanas en la capital del Reino, Soler se pregunta qué busca un botifler en Madrid. Y sarcástico, responde que, de entrada, contentar a quienes en estos años le han invitado a irse de Cataluña. En la cosmopolita Madrid hay, recuerda, un cuarto de millón de catalanes viviendo y trabajando. Soler se retrata en todo el libro como ‘el botifler’ que va de aquí para allá, recreándose en su línea provocadora, divertida, desenfadada; así dirá que su vida pierde sentido si no hay gente que se cabree con sus opiniones o sus palabras. Le gusta dar conversación a cualquiera y hablar de lo que sea, y sentirse, siempre y en cualquier lugar, en casa.
Este ‘mal catalán’, según el patrón oficialista y separatista, afirma que “buena parte del mérito de que Cataluña vaya por camino de ser líder mundial de delincuencia es atribuible a unos dirigentes políticos que siempre han predicado con el ejemplo, sosteniendo que la ley sólo les obliga cuando no perjudica a sus intereses”. Y la gran patraña del ‘mandato popular’ equivale, dice, a tener “carta blanca para infringir la ley”. En todo caso, y contra los tópicos de la propaganda, afirma que sólo hay dos modos de desjudicializar la política: “o bien los políticos dejan de delinquir, o bien se les deja delinquir”. Es indiscutible. Claro y rotundo, ironiza sobre los xenófobos lazis (de lazos amarillos por los políticos presos) que hoy llaman colonos a quienes antaño fueron llamados charnegos: es “el único caso en la historia de la humanidad donde los colonizados eran ricos y los colonos miserables”. Soler no es un intelectual, es un periodista libre que se da el lujo de decir lo que se le antoja ante los poderosos y destapar sus mentiras, sus incoherencias, sus engaños patrióticos. A pesar de las fuertes presiones recibidas, los directores del Diari de Girona le siguen apoyando en su estilo libertario; tiene muchos fieles lectores.
Albert Soler no se casa tampoco con el gentil Miquel Iceta ni con Esperanza Aguirre, con quien coincidió en un ascensor y de quien le dijeron que cuando conviene, se viste de chulapona y se mezcla con el pueblo, pero que no es más que postureo y que mira a todo el mundo por encima del hombro. El botifler fue un día a los toros y, dado su analfabetismo taurino, unos amables aficionados le iniciaron con afecto y paciencia en los secretos de la fiesta. Como deferencia, cuenta, los toros se llamaban Majadero, Zalamero, Congresista, Molinero, Histérico y Tragaperras, todos ellos nombres adecuados para que un catalán en Madrid no añorase su terruño; y en estas páginas, quizá las más divertidas, procede a dar sabrosas explicaciones de esos nombres. Su descaro no retrocede ni pizca cuando narra la entrevista que en su día le hizo a Jordi Pujol, ante la mirada fija de serpiente vieja de su esposa. Y culmina su faena declarando que los imbéciles con poder, da igual su ideología, son intercambiables entre sí. Pero ‘todos somos botiflers’.