El mundo nunca ha sido un lugar predecible, confiable y seguro, pero los seres humanos andábamos aturdidos, cuando no ofuscados, y llegamos a creernos que sí.
Ansiedades anteriores parecen increíblemente parroquiales y mezquinas en comparación con el impacto global de estas llamas en forma de virus. Algunos percibimos el riesgo por primera vez, sin saber que estaba también cien veces más cercano a nuestras fantasías y sueños que cualquier otro peligro.
Nos hemos sentido atrapados en nuestras ciudades y pueblos porque en la trayectoria del aire no viajamos solo rodeados de compuestos contaminantes sin sonido: ahora sí, solo con respirar podíamos caer en el otro lado.
Destacan dolorosamente dos de los mayores dilemas de la modernidad. El primero es la confianza: ¿en quién y en qué confiamos? ¿En qué podemos confiar con seguridad? Pensábamos que la agricultura de alta tecnología había dominado los caprichos de la naturaleza y, sin precedentes, nos hemos convertido en vulnerables a la catástrofe más antigua: la enfermedad.
Pensábamos que la medicina y la ciencia podían con todo instantáneamente, estábamos seguros, pero la afición occidental por la movilidad rápida y fácil demostró ser letal.
Confiamos en que estar con nuestra familia y amigos era seguro, pero hemos sido derribados por el truco más simple: la cercanía.
El segundo dilema es nuestra fantasía de omnipotencia: los seres humanos pueden hacer cualquier cosa. Así hemos llegado hasta la intensa frustración y rabia que genera la evidencia de lo contrario: que el ser humano es impotente respecto a la resolución de muchos temas.
Este conflicto alimenta muchos debates, imponiendo exigencias imposibles a los políticos para que “hagan algo”, ya sea para detener una enfermedad altamente infecciosa u otras anteriores como garantizar el 100% de la seguridad y acabar con el terrorismo. Nos hemos estampado de bruces con un caso cuyo resultado es debido a nuestra vulnerabilidad y no al error humano.
Estamos rodeados por los extraordinarios logros del ingenio de la ciencia (jugar con nuestros genes, llegar a la Luna) y parece absurdo que no podamos resolver problemas que parecen más simples. Pero infinitamente más difícil, tanto política como personalmente, es reconocer dónde tenemos poder y dónde no, y actuar en consecuencia.
Este año ha dejado un legado amargo y emocionalmente perturbador. Tenemos que reconfigurar nuestra comprensión de la naturaleza para incorporar una forma de violencia despiadada y más dolorosa, un grado de inseguridad que se produce no solo en las ciudades sino en cualquier sitio, algo que no habíamos imaginado posible hace un año.
En muchos sentidos, no es sorprendente que exista una voluntad colectiva de ahogar las penas en una juerga: un “divirtámonos hoy porque mañana moriremos”, solo refrenado porque el año que podemos vivir peligrosamente como una decisión personal, gracias a un virus, puede causar la muerte a cualquiera que esté cerca de nosotros.
Hemos sido testarudos frente a la incomodidad revelada gradualmente de aislarnos. Nuestro comportamiento refleja que constantemente intentamos encontrarle sentido al entorno que nos rodea; nos impulsa a desmenuzarlo poco a poco: un mundo de grandes cosas y grandes propósitos, abrumador e impenetrable: una lucha constante por aceptar fuerzas fuera de nuestro control.
Estos momentos han formado una voz en off que ha dado a la vida un líquido colorido literario negro, poco florido y menos elegante.
-La mayoría de nosotros volvemos a ser niños cuando entramos en los suburbios-, escribía el protagonista de la película “El año que vivimos peligrosamente”. -Anoche te vi caminar de regreso a la infancia, con todas sus intensidades opuestas. Risas y miseria, locos y sombras. Ciudad de juguete, ciudad del miedo-.
¿Qué debemos hacer?
Es difícil recordar otro año que haya puesto a prueba el ingenio de todos para interpretar el mundo. Podemos optar por dejarlo en blanco, incluso censurarlo. También podemos tratar de pensar en formas de explicar a la posteridad lo que nosotros mismos seguimos sin entender: la escasez de tranquilidad.
Para algunos ha sido claustrofóbico, y ha sacudido profundamente la nostalgia por el paisaje: monte, campo, mar…, esta perspectiva ha representado un desapego atemporal con el ahora. Para mí ha escenificado el final de la inocencia.