EL 1 DE MAYO

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El día 1 de mayo es, casi mundialmente reconocido, el día del trabajo, el día en el que se conmemoran unos hechos luctuosos acaecidos en 1886, lo cual es, sin duda, encomiable. Encomiable pero contradictorio, o al menos lo es para mí. Contradictorio porque se celebra una lucha desde la apocada decadencia provocada por la falta de fondo real de una ideología que fue la que asumió esa reivindicación como propia. Una reivindicación de izquierda que ahora intenta apropiarse la antiderecha.

Me parece importante recordar a las personas que murieron por sus convicciones, su compromiso, en aras de una reivindicación tan lógica que con el paso de los años ninguna de las partes implicadas en su negación ha persistido en ella. Cabría, tal vez preguntarse, por qué ocho horas y no siete cincuenta, o nueve y diez.

La pregunta es válida, sobre todo ahora que estamos en reivindicaciones de jornadas de menor duración, pero la respuesta es evidente, evidente a pesar de otros razonamientos y consideraciones: por lo mismo que el metro mide un metro, la hora tiene sesenta segundos y el Kg nos amarga la existencia con su valor, porque ahí se estableció el acuerdo.

Hagamos, antes de nada, un pequeño repaso a los por qué, a la historia de la jornada de 8 horas.

Todos, y cuando digo todos me refiero a prácticamente todos, hemos oído la vía americana de la lucha por la jornada laboral de ocho horas. Los más comprometidos nos hablarán de la Primera Internacional Obrera de 1864, pero casi nadie, si es que hay alguien que lo haga, nos ilustrará diciendo que la jornada de 8 horas, y su consideración socio-laboral, es un invento español que data de 1593.

Español y monárquico, reivindico, y a pesar de que puede que la constatación de este origen haga que, la antiderecha en general y los sindicatos en particular, sobre todo en estos tiempos en los que son más importantes las palabras que su significado, renieguen del tal logro.

Pues sí, el primer lugar del mundo en el que se instaura la jornada de ocho horas como medida laboral justa para los trabajadores es en la España de Felipe II, y es el mismísimo rey el que emite un Edicto Real, en el año del Señor de mi quinientos y noventa y tres, para los empleados reales, que dice:  “todos los obreros de las fortificaciones y las fábricas trabajarán ocho horas al día, cuatro por la mañana y cuatro por la tarde”, y añadía: “serán distribuidas por los ingenieros según el tiempo más conveniente, para evitar a los obreros el ardor del sol y permitirles el cuidar de su salud y su conservación, sin que falten a sus deberes”. ¿Cómo se quedan?

Y ya no volvemos a oír hablar, históricamente hablando, de la jornada laboral de ocho horas hasta que en 1817 Robert Owen, empresario, socialista utópico inglés, propone, observando las maratonianas jornadas laborales de la revolución industrial, que en ocasiones, en muchas ocasiones, sobrepasaban las dieciséis horas, la división de la jornada en tres espacios iguales dedicados al trabajo, al recreo y al descanso, idea que, a cualquiera que tenga unos ciertos conocimientos masónicos, ya que masón fue Robert Owen, le va a resultar muy familiar. Así que si dividimos veinticuatro horas entre tres utilidades, nos resultan ocho horas por utilidad, o dedicación. Y así lo plantea, y así lo recoge Engels y así lo propone la Primera Internacional Obrera, que hace de este planteamiento una de sus principales reivindicaciones.

Reivindicaciones que el 1 de mayo de 1886 defendían los obreros que en Chicago decidieron ir a la huelga, huelga que, tras tres días de manifestaciones y un atentado con varios muertos, acabó con miles de despedidos y cinco ajusticiados. Curiosamente, en este caso, la reivindicación no era el reconocimiento de la jornada de ocho horas, ya recogida por la ley, si no la exigencia de su aplicación. Y, para los más legos, me permito explicar que hablamos de una jornada de cuarenta y ocho horas semanales, ocho horas, seis días.

La Segunda Internacional llega al acuerdo de instaurar el 1 de mayo, día en que se había iniciado la huelga de Chicago, como día de movilización y reivindicación obrera, fecha a la que paulatinamente se van adhiriendo las distintas naciones y organismos supranacionales, sobre todo a partir de la finalización de la II Guerra Mundial.

El último retoque a la jornada de ocho horas se produce en los Estados Unidos de América del Norte en 1938, con el establecimiento de la “Fair Labor Standard Act”, que recoge la reivindicación de los numerosos trabajadores judíos, cuya festividad no coincidía con la mayoritaria católica, y establece la libranza de dos días, convirtiendo, de facto, la jornada de cuarenta y ocho horas en la actual de cuarenta.

Y, aunque pueda haber sectores a los que este hecho les moleste, el mayor respaldo a la normalización y aceptación de la conmemoración oficial, se produce el primero de mayo de 1954, cuando Pío XII declara el día dedicado a San José Obrero, haciendo así explícito el apoyo de la Iglesia predominante en occidente a esa efeméride

Desgraciadamente, a día de hoy, el día del trabajo sirve poco más que para promover manifestaciones de escaso, por no decir nulo, poder reivindicativo, que para la exhibición de líderes sin carisma, sin preparación, sin capacidad de crear reivindicaciones que preparen al trabajo para un mundo sin trabajo, y para exhibir un montón de logros que no tienen otro mérito que la comodidad de recoger las ideas heredadas, eso sí, con retoques para que parezcan nuevas, y demostrar la ignorancia más patética de la realidad del mundo laboral. Bueno, para eso, y para disponer de un día festivo más, en muchos países.

Y esto es lo que da pie a mi contradicción ¿es posible una reivindicación institucionalizada? ¿Se puede considerar una reivindicación? ¿Dónde están los líderes que necesita la pretendida izquierda para dejar de ser una antiderecha, la alternativa a la otra derecha?

Reivindicar una jornada laboral de treinta y cinco horas, o de treinta, o de diez, pretendiendo repartir un trabajo no repartible, es una falacia, un acomodo a seguir ordeñando una idea que tiene ya doscientos años, pretendiendo que en el mundo no cambia otra cosa que la explotación de unos obreros que ya no existen, o que están a un paso de dejar de existir. Como es una falacia ignorar que la mayor parte del trabajo está en manos de pequeños empresarios y autónomos que sufren jornadas interminables, y una carga fiscal que impide la creación de mayor empleo, por unos costes inasumibles. Pero, y también eso es una falacia, para la antiderecha, estos trabajadores autónomos son empresa, y por tanto sospechosos de enriquecimiento y explotación, son, en definitiva, enemigos.

El mundo tecnológico se nos viene encima, la IA está ya, casi, en condiciones de arrasar el mundo laboral. El teletrabajo se ha valido de la pandemia para asomarnos a un mundo donde lo presencial resulta innecesario en muchos casos, y la producción directa está, en una gran proporción, mecanizada. Y estamos empezando. El debate entre lo público y lo privado tiene los días contados, pero no el modelo a conseguir para que las grandes corporaciones no sean las diseñadoras, y propietarias, de un mundo donde todo,  la educación, la salud, el trabajo, la alimentación, la vivienda, el ocio… se puede convertir en una mercancía a la que no se podrá acceder con una compensación laboral inexistente, y los precios pueden ser terribles, y cada vez más inasequibles.

Ahí harán falta ideas, ideas reales, no remiendos de viejas y caducadas ideas, harán falta luchas para arrancar los privilegios de propietarios inaccesibles, inapelables, inclementes, tal vez inhumanos, que intenten apropiarse de todo lo que tengan a su alcance. Harán falta líderes capaces de movilizar, de reivindicar, de dibujar y promover un mundo en el que los valores básicos sean la equidad, la justicia y la comunidad, y en el que la unidad a considerar sea el ciudadano. No el estado, no la sociedad, no el territorio, el ciudadano como depositario de todos los derechos, privilegios y obligaciones que ese nuevo modo de enfocar la civilización, una nueva civilización, la civilización del ocio, debe depararnos.

Nos vamos a mover entre un feudalismo tecnológico en el que la nobleza sea sustituida, o no, por una élite tecnócrata, y un sistema que nos puede recordar a las polis griegas, un sistema de ciudades-estado, de ciudades autoreguladas, interconectadas por intereses comunes, con una tecnología boyante y un sistema de vida con fuerte implantación rural e intelectual. Entre la masificación y la individualización.

En este panorama, en este inquietante panorama, la derecha está haciendo su trabajo de llevarnos hacia la solución tecnócrata y la antiderecha la suya de llevarnos hacia el mismo objetivo, presentando matices, soluciones, reivindicaciones que nada tienen que ver con los logros o derechos individuales, si no con el tipo de propietario. La derecha aboga por un corporativismo de corte ultraliberal, de propiedad cuasi familiar, aristocrática. La antiderecha por lo mismo, pero cambiando el acceso a la propiedad, en vez de por familia o utilidad, por pertenencia a escalafones ideológicos. La derecha aboga por el sistema americano, la antiderecha por el sistema chino, o ruso. Ni en uno, ni en otro, el ciudadano tiene ningún peso, ninguna representatividad real ante el propietario. Y elegir entre ellos es como elegir entre la tienda de la esquina, o la de enfrente. La concesión, puramente formal, de votar para elegir a los representantes del poder ante una población de propiedad, nada tendrá que ver con la democracia. Aunque algo de eso ya lo estamos viviendo.

Falta por ver quién, si es que hay alguien, defenderá al ciudadano en próximas reivindicaciones, cuando reivindicar un trabajo que tiende a desaparecer como derecho para pasar a ser una prebenda, una concesión, un logro para los mejores, ya no tenga sentido y queramos librarnos de un yugo que puede acercarnos a una sociedad sin alma. Ojalá haya alguien, y ojalá no sea tarde.

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