DOCUMENTALES PARA IDIOTAS

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Las truculentas historias de nuestra infancia, como la del Sacamantecas o el hombre del saco, han sido sustituidas hoy por invenciones igual de toscas, igual de candorosas e igual de falsas. Una de las más populares, al menos hoy, es la “teoría de los antiguos astronautas”, que cava vez se ve más en televisión.

Cuando yo era niño, en aquellos veranos de San Andrés del Rabanedo que el tiempo ha teñido de amarillo y de dulzura, una chica del pueblo –tenía yo seis o siete años– me explicó, con voz truculenta, que más me valía tener mucho cuidado con el Sacamantecas. Un personaje siniestro que andaba por el pueblo, robaba a los niños y les sacaba las “mantecas”. Yo no sabía qué eran las mantecas ni para qué podía usarlas aquel señor, pero me aterroricé, como es natural. Anduve pálido de miedo hasta que reuní el valor suficiente para preguntarle a mi madre si sabía algo de aquel criminal, si lo conocía, si lo había visto, quién era.

La reacción de mi madre me descolocó. Me miró, muy sorprendida, y se echó a reír. Luego se sentó junto a mí y me explicó que aquello era una mentira para asustar a los niños. Yo no entendía nada, ¿por qué alguien querría asustar a los niños? ¿Para qué? Mi madre puso cara de estar pensando en alguien y dijo: “Luisito, yo sé que parece raro pero hay gente que se divierte metiendo miedo a los demás. Casi siempre lo hacen para aprovecharse de ellos. ¿Quién te ha contado eso del Sacamantecas?”.

Yo, con toda mi inocencia, delaté inmediatamente a la mentirosa –no la volvimos a ver– y aprendí que no había que tener miedo del Sacamantecas, que no existía, sino de la gente que miente a los demás. Esos eran los peligrosos.

Pero con el paso de los años descubrí otra cosa aún más sorprendente: hay gente que desea ser engañada. Que se siente satisfecha cuando le mienten. No les importa que aquello que les cuentan sea falso… porque, en muchísimos casos (creo de verdad que no en todos), saben que es falso. Pero les da igual. O fingen creer las mentiras que les cuentan, o hacen unos esfuerzos inauditos para creérselas, lo cual puede llevar muchos años. Pero lo consiguen. Acaban creyéndose de verdad las mayores sandeces.

No me refiero ahora a los antivacunas, a los fanáticos religiosos o a los escuadristas partidarios de Donald Trump, aunque los tres casos encajan como un guante en ese síndrome de las personas que desean ser engañadas. Hablo de otra cosa quizá más pequeña pero también más sutil.

Algunas personas, supongo que bastantes, pagamos por ver la televisión. Estamos suscritos a plataformas que nos proveen de decenas o cientos de canales en los que encontramos lo que necesitamos (en mi caso, informativos en varios idiomas) o lo que nos gusta. El mejor negocio de esas plataformas es, incuestionablemente, el fútbol, pero yo soy uno de esos bichos raros que disfrutan de verdad no solo con el cine o con las buenas series, que eso le pasa a mucha gente, sino con los documentales. Mis canales favoritos, aparte de los informativos, son el National Geographic; su versión “Wild” llena de fascinantes animalitos; el Canal Historia, el Discovery, el Odisea y alguno más. Sé de muchas personas que los usan como somnífero a la hora de la siesta. Yo no.

Esos canales me proporcionan, además de conocimientos, una vida azarosa y llena de sobresaltos. En serio se lo digo. Todos menos el de los animalitos, que son más previsibles: los ñus que cruzan el río Mara parecen siempre los mismos, igual que los cocodrilos que tratan de zampárselos, los leones, los guepardos y los hipopótamos. Ahí no hay, al menos por mi parte, peligro de taquicardia. Pero con los demás canales es otra cosa.

Tomemos como ejemplo el Canal Historia, aunque el ejemplo vale para todos los demás que he citado. Fue, al menos al principio, un buen canal. Gracias a él y a otros parecidos sé todo lo que razonablemente se puede saber (al menos viendo la tele) sobre el ascenso de Hitler al poder, sobre el sepulcro de Tutankamón, sobre el Titanic, sobre la siniestra y mediocre biografía de Putin (esa serie la grabé) o del Ronald Reagan (esa también) y sobre cincuenta cosas más, todas muy interesantes para mí. Hasta ahí, sin problema.

Pero de vez en cuando, cada vez con más frecuencia, aparecen sin avisar esos que yo llamo “los trileros”. Comienza, por ejemplo, un documental que se llama, muy sugerentemente, Los secretos de Stonehenge. Al principio todo va bien. Salen las piedras, los solsticios que allí se celebran, la orientación conforme al sol, los verdes prados de Wiltshire, todo eso. Hasta que, de pronto, la voz en off que narra el asunto se vuelve misteriosa y pregunta: “Los misteriosos constructores de Stonehenge ¿podrían ser extraterrestres?”.

Y ahí –espero que ustedes me sepan perdonar lo grueso de la expresión– se jodió el asunto. No tardan en aparecer, uno tras otro, los célebres trileros: Giorgio A. Tsoukalos, suizo, antiguo periodista deportivo especializado en culturismo. David Wilcok, holandés, “conferenciante profesional y escritor”, que es lo que se pone en los currículos cuando no hay nada que poner. David Childress (el de la perilla; mi favorito), nacido en Francia de padres americanos, también “escritor” y propietario de una editorial que publica sus libros. Hay otros, pero estos tres golfos no faltan casi nunca. Ninguno de los tres concluyó una formación universitaria. Ninguno de los tres sabe, a efectos científicos, hacer la O con un canuto. Son tres mindundis. Pero los tres tienen, eso sí, una cara dura impresionante.

En menos de dos minutos, el programa –ahora veremos por qué– los califica de “expertos”. ¿Expertos en qué? Pues en embaucar a la gente, porque de otra cosa no saben; pero ese arte, el de engañar, hay que reconocer que lo dominan. Y a renglón seguido la voz en off se pone a hablar de los “partidarios de la teoría de los antiguos astronautas”. Perdone, ¿cómo ha dicho? ¿Qué teoría? Una teoría es un armazón lógico, basado en datos comprobables, que propone una solución o una explicación para algo. Lo que estos trileros explican no es una teoría. Es un cuento. Una ocurrencia. Una pura fantasía en la que astutamente se mezclan datos auténticos (la velocidad de la luz, por ejemplo) con escandalosas mentiras, suposiciones, invenciones destinadas a embaucar al espectador (mejor dicho: al espectador ignorante o sencillamente idiota) y a generar sabrosísimos beneficios para estos tres sinvergüenzas y para la productora que ha elaborado el programa. Y que se lo vende a estos canales supuestamente “de prestigio”.

Vamos a ver. En los últimos quince años, la ciencia –en lo que se refiere al conocimiento del espacio– ha avanzado a una velocidad sencillamente inimaginable, y ya es seguro que eso no hará más que aumentar. Telescopios como el Kepler, el Hubble, el Cheops, el TESS y ahora el James Webb (hay unos cuantos más) han descubierto, a fecha de hoy, alrededor de 7.000 planetas que podrían reunir semejanzas con nuestra Tierra, pero esa cifra crece todos los días. No consta, hasta ahora mismo, rastro de vida en ninguno de ellos, aunque por pura estadística está claro que, antes o después, aparecerá algo parecido a lo que nosotros llamamos vida bacteriana, organismos extremófilos o al menos un funcionamiento molecular semejante al que puso en marcha el mecanismo de la evolución en la Tierra hace unos 3.800 millones de años, semana arriba, semana abajo. Esto es lo que se sabe. Hay miles de personas en todo el mundo que se dedican a acumular datos y a investigar todo esto.

Pero en esto aparecen tres granujas, que tienen la misma formación académica que Paquirrín o Belén Esteban, y plantean la “teoría de los antiguos astronautas”, que les sirve absolutamente para todo: Stonehenge lo edificaron los extraterrestres, las pirámides de Giza también, y las de Centroamérica; Werner von Braun –aquel alemán que inventó los primeros misiles balísticos, las V-1 y las V-2, que martirizaron Londres– era un extraterrestre también, y para “demostrarlo” sacan una foto suya en la que, en vez de ojos, le han puesto dos lucecitas azules. Y Einstein. Y luego ya la milonga del “incidente Roswell”, el de Teherán, el cuento de Oak Island y por ahí seguido hasta llenar un interminable catálogo de idioteces. El día menos pensado nos van a contar que Krypton existió de verdad y que Superman es tío segundo del Sacamantecas de mi infancia. Por parte de madre.

Estos tres mentirosos (y varios más, pero estos tres rara vez fallan; en España tenemos a los entrañables Iker Jiménez y Javier Sierra) aparecen en numerosísimos documentales que hablan de cincuenta cosas distintas. La inmensa mayoría están producidos por la misma empresa, Prometheus Entertainment, que tiene su sede en Los Angeles y que vende sus patrañas a decenas de canales, entre ellos todos los que he mencionado más arriba y bastantes más. Es decir, se trata de una empresa en toda regla que se dedica a difundir puras fantasías en vídeo pero vistiéndolas con una apariencia de verosimilitud. Una empresa que va muy bien, desde luego. Estos tres fantoches, falsos “expertos” en lo que les echen, no son más que empleados suyos.

La pregunta sale sola: ¿cómo puede ser que canales del prestigio del National Geographic y de otros parecidos (el Canal Historia está ya suficientemente desacreditado) compren y emitan esta basura? Por una razón muy sencilla: se vende muy bien. Esos “documentales”, que en realidad no son más que pornografía científica, tienen una audiencia mucho más alta que los documentales de verdad, los que hablan de cosas ciertas y útiles para aprender. Y los canales de televisión, lo mismo los grandes que los pequeños, viven de su audiencia, que es lo que les proporciona publicidad. Es decir, dinero. ¿Que así te cargas el prestigio de la cadena? Puede ser, pero de algo hay que vivir. Que está la cosa muy mal.

Pero hay otra pregunta clamorosa: ¿Tanta gente se cree esas bobadas? ¿Tanta?

Yo creo que no. Es imposible. Quiero creer que es absurdo que haya tal cantidad de ignorantes y de sandios en el mundo, aunque ya decían Cicerón y el Eclesiastés que stultorum numerus infinitus est: el número de los tontos es infinito. Pero hoy la difusión de las realidades científicas es altísima, no solo por las redes sociales sino porque los descubrimientos casi diarios de los grandes telescopios espaciales (las fotos que envía el James Webb son asombrosas, por ejemplo) son de tales dimensiones que por fuerza, creo yo, muchísima gente se tiene que estar enterando de lo que pasa en realidad. No puede haber tanto bobo suelto.

Lo que está sucediendo es lo que decía al principio: hay muchas, muchísimas personas que quieren creer esas tonterías, aun sabiendo que son tonterías, que son mentiras. Ese vértigo, ese leve mareo que te corre por el estómago cuando te dan un susto, cuando te meten miedo –el Sacamantecas–, cuando te sorprenden con algo desconocido y misterioso. Esa propensión casi infantil a creer en los misterios, en las brujas, en los fantasmas y aparecidos, en los extraterrestres. Esas ganas de huir del aburrimiento cotidiano, de la mediocridad, de la inanidad de vivir, incluso de la edad, apuntándote a creer voluntariamente en cosas que tu cabeza y tu sensatez te dicen que son cuentos chinos. Esas ganas de creer que hay otros mundos, otros planos, otras vidas, porque esta en la que vivimos no nos gusta. Y sobre todo ese afán de sentirnos importantes, de convencernos de que sabemos más que los demás, que estamos –de algún modo que ni siquiera comprendemos– por encima de los otros, porque tenemos acceso a misterios, a saberes ancestrales, a poderes ocultos, a magias. Y todo eso nos hace sentir un poco mejor.

No se me olvidará nunca la tarde en que una amiga a la que aprecio mucho, que tiene una sólida formación intelectual y profesional, dijo: “Claro, como no se sabe cómo se construyeron las pirámides, pues puede haber sido cualquier cosa. Por qué no los extraterrestres…”. Yo me la quedé mirando. Creí que se trataba de una broma.

–Perdona, ¿cómo que no se sabe?

–No se sabe, Luis, no se sabe. Hay muchas explicaciones pero a mí ninguna me convence.

–Corazón, que a ti no te convenzan es problema tuyo. Pero se sabe perfectamente, no hay ninguna duda sobre eso. Yo lo estudié en la Facultad y está clarísimo. Pregunta a cualquier arquitecto y te lo explicará mucho mejor que yo. Se hacían unas rampas que…

–Bueno, ¡eso son teorías!

¿Ven? Ya se fastidió. Llamar “teoría” a una evidencia demostrada es lo mismo que llamar pez a una ballena. Es no saber de qué se está hablando. Pero la discusión terminó pronto: yo cambié de tema cuando me di cuenta de que mi amiga no quería saber la verdad. Prefería creerse sus teorías misteriosas y fantasmagóricas. Eso le hacía sentirse bien. Lo otro, la realidad, pues no.

Es mucho más cómodo, más fácil y más emocionante creer que saber. Es mucho más estimulante, más rápido, menos trabajoso y más barato meterte en todo ese mundo de cuentos y secretos inventados que ponerte a estudiar Historia o Física y darte cuenta, ya en el primer curso, de que lo que dicen los trileros de los que hablaba antes no son más que chorradas. Unas chorradas que, eso sí, les permiten vivir a cuerpo de rey a costa de la credulidad –incluso de la credulidad voluntaria, que me parece una vergonzosa indignidad– de los demás. Porque la “teoría de los antiguos extraterrestres” no existe ni la ha formulado nadie jamás, pero tiene “partidarios” a espuertas. De eso no cabe ninguna duda.

El ser humano siempre ha preferido la ilusión a la realidad. Eso hizo nacer el arte, la música, la literatura. Es verdad. Pero también ha llenado el mundo de locos, de visionarios, de iluminados (a veces muy peligrosos) y de sinvergüenzas. Los falsos profetas contra los que nos prevenía el Cristo. Que solía tener bastante razón.

 

 

 

 

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