Hoy he decido ser infiel a mi vecina de enfrente, pero que conste que no lo hago con acritud como decía aquel presidente del gobierno socialista que llevó al PSOE a la derecha, ni por falta de talante como dijo también su colega de las cejas arqueadas, no. Aún a pesar de que no coincidamos en nuestras opiniones en muchos temas de candente debate social, yo aprecio mucho a mi vecina, será porque soy masoquista y, como dije en otra ocasión, me gusta meterme en todos los charcos, sin aprender aquello de que el “gato escaldado del agua caliente huye”. Pero sobre todo porque el roce lo hace todo, y que nadie lo coja por el sentido que no es.
Pues bien, mi “infidelidad” tiene su razón de ser -esperando no defraudar a mis lectores-, ya que que me he visto obligado por las circunstancias a sustituir el diván de aquella por el de otra vecina, en este caso la del piso de abajo, porque quiero hacer partícipes a todo el mundo de algo asombroso, quizá milagroso, sino fuera porque lo ocurrido se debe a la pericia de un doctor y, por supuesto, al avance de la medicina, independientemente de que su mano haya sido dirigida o no por la providencia divina.
Sin entrar en detalles sobre la ciencia médica, porque aunque se me han contado alguno de ellos, seguro que metería la pata al trasmitirlo a ustedes, con lo cual es preferible ir al grano y contarle el fruto de la intervención del mencionado doctor en oftalmología que ha hecho que mi vecina (la de abajo) después de más de diez años de pérdida total de visión por un accidente la haya vuelto a recobrar, aunque tiene que utilizar unas gafas de “culo de vaso” para hacer su vida diaria, esperando una segunda intervención para poder reducir sus dioptrías.
Creo que el hecho, de por si, es tan importante que merece la pena ser contado, pero, aún hay más, como es lo que salió de su boca cuando la fui a visitar tras enterarme en mis cotilleos con la de enfrente de tan milagroso acontecimiento. Lo que me ha llevado a hacer ciertos razonamientos, pero sobre todo a hacer una crítica del ser humano en su globalidad y, por supuesto, de mí mismo, porque poco difiero del resto en lo que a ciertos comportamiento se refiere, sobre todo al egocentrismo del que muchas personas adolecemos, creyéndonos la mayoría de las veces el centro del universo.
Mi nueva vecina, en estos lares, con un gozo y felicidad que no había visto nunca en perdona alguna–no es para menos-, pero sobre todo con una paz inmensa, agradecía al universo como totalidad de la existencia del ser y del estar, el milagro que la medicina había operado en su persona. Estaba exultante de felicidad por lo ocurrido, pero sobre todo, no porque había recobrado la vista en sus ojos, sino también en su alma.
Me contó que durante los años en que había estado sin visión, las turbulencias de su alma, le había llevado a ennegrecer su espíritu por una grave depresión motivada por la pérdida de visión, de la cual fue saliendo a medida que empezó a aprender nuevas cosas, como moverse en la oscuridad con la ayuda de su bastón que todavía conserva para no olvidar tan amargos momentos, a leer en braille y a ganarse la vida vendiendo el cupón en una esquina del viejo barrio en el que vivimos. Pero, sin darse cuenta, añadió, fue aprendiendo a sentir al mundo de otra manera, y como todo depende del color con el que se miren las cosas y, aunque el color con el que ella veía era negro, poco a poco empezó a ver en su interior los colores de su nueva vida, agradeciendo estar viva del accidente que le robó su visión.
” fue aprendiendo a sentir al mundo de otra manera, y como todo depende del color con el que se miren las cosas y, aunque el color con el que ella veía era negro, poco a poco se empezó a ver en su interior los colores de su nueva vida, agradeciendo estar viva del accidente que le robó su visión.”
Me dijo, como al palpar la cara de las personas que conocía antes de quedarse ciega, las empezó a ver y sentir de diferente manera, no sólo intentando mantener su imagen a través del tacto, sino que era capaz de ver en su interior, y en el silencio de la oscuridad, sentir sus tribulaciones y sus alegrías. Y, ahora, que la luz ha vuelto a sus ojos su agradecimiento al universo no se debe tanto a este hecho sino a que su visión era muy superior a la de antes, a pesar del grosor de las lentes de sus gafas; porque había aprendido a ver el mundo desde el interior y a las personas con el amor, la fraternidad la comprensión y la tolerancia que hacen que todo adquiera un nuevo significado.
Entonces, me di cuenta de mi desgracia, porque ahora el que estaba ciego era yo; mejor dicho, lo había estado siempre, pero no me había dado cuenta, porque lo que veían mis ojos era una ficción por mi creada, de sentir y vivir las cosas con arreglo a mi tamiz. Ojalá esta sensación fruto de la lección de vida que me había dado mi vecina permanezca en mi durante el resto de mi vida. Ojalá que el mundo aprendiese a ver con lo ojos de mi vecina, porque todo funcionaria mejor y nos ayudaría a comprender a nuestros semejantes, incluso a mi intolerante vecina de enfrente, porque yo también lo soy, a veces. Pero sobre todo porque sus pensamientos, equivocados o no, son el fruto de su vida, de su experiencias o de su aprendizaje, y también de su soledad y de su edad madura.
Me despido de mi vecina de abajo después de abrazarla sintiendo su cuerpo y su alma, y darle un fuerte beso en la frente, en señal de agradecimiento por lo que me había enseñado sin darse cuenta, y me apresuro a subir las escaleras para no perder tiempo esperando al ascensor para a contarle a mi vecina, la de enfrente, la que todos ya conocéis: de que yo también había recobrado la vista.