DESCUBRIMIENTO©

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El día que Arsenio Román vio el mar, se le estrellaron los ojos contra una marea nublada de nubes de sal, que nunca olvidó, mientras dejó que sus pulmones se impregnaran de la húmeda certeza que el viento iba en su contra. Se le despeinó el tupé mientras contemplaba ese prado grande, matizado de verde esmeralda con salpicones de plata, mientras a lo lejos se alejaba la niña de sus ojos, en pos de un sueño.
Ella, Martita, la niña de sus ojos,  quiso venir, con ahínco, con ensañamiento. Lo repitió sin freno, hasta conseguirlo: “Arsenio, quiero ver el mar…anda, que no lo conozco”.  Él, cedió, no sabía bien el motivo, quizá los ensoñadores ojos de Martita tuvieron algo que ver, o los mohines que hacía con la boquita, mientras suplicaba.
Llegaron tres días atrás. La mirada de Martita se abovinaba entre los córchales de la costa, se dejaba ir tras la marea plateada, con una ensoñación que le derretía el alma. Desde el principio Arsenio, pensó que no fue buena idea. Hoy, cuando debían hacer las maletas,  se confirmaron sus miedos: las palabras de Martita, pronunciadas abocinando la boquita mullida y golosa, le sacaron del letargo sumiso, para expulsarle de un paraíso cercano.
-Yo no me  voy Arsenio-
-¿Cómo dices Martita?- dijo, apolismado, introduciendo la ropa en la maleta.
-Que me quedo. Me he enamorado- dijo ella, desde la puerta.
-¡Martita, no  digas tonterías!-
-Arsenio, me quedo con el otro. ¡Que no me voy!, no insistas-
-Pero, Martita, a ver, ¿qué has tomado, hija mía?-
-Arsenio. He conocido a un hombre en estos días .Nos hemos visto de lejos. Él columbraba en las rocas, mientras yo paseaba. Nos hemos mirado largamente, Arsenio. Contemplado con la misma mirada, su soledad y mi nada. He comprendido que no te amo, Arsenio. No me caso, porque ni tan siquiera, te tengo simpatía-
Seguía apoyada en  la puerta, con prisa por irse y acabar cuanto antes,  mientras  él, la miraba con ojos alunados, llenos de preguntas.
El tren renqueaba mientras la raya azulada y espesa se diluía en el horizonte. A lo lejos, Arsenio, creyó distinguir un cuerpo que a otro se abrazaba, mientras el viento barría con premura la desconchada carretera que corría paralela a las vías. Con los ojos entornados de rabia y unas fugaces lágrimas, comprobó que era Martita, abrazada a la figura enhiesta de una estatua labrada en bronce y amalgamada de moho y musgo, del marinero errante.

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