Recuerdo, con nostalgia desde luego, con complicidad sin duda, con desilusión sobre todo, aquellos tiempos de la década de los setenta, durante e inmediatamente después del dictador, en el que pelear por las convicciones personales pasaba por hacerse con un círculo vital en el que experimentar los valores democráticos, sociales, los valores éticos y morales, que la sociedad política no compartía. La lucha por la igualdad, con nuestras amigas y parejas, con nuestros semejantes, el ansia de libertad, que en nada se parecía a la de la sociedad en la que habíamos nacido y se nos había educado, la lucha por la democracia, no solo desde partidos y sindicatos, si no desde la conciencia personal de querer vivir en una sociedad que pudiera verse a sí misma de otra manera, desde el convencimiento íntimo de lo que vivíamos en nuestros pequeños ámbitos acabaría transfundiéndose al ámbito general. Y así pareció que lo habíamos logrado durante algunos años. Años de convivencia, años de contrastes constructivos y esperanzas de futuro. Años de canciones, de miradas limpias y empuje ciudadano, de optimismo e ilusión;.sobre todo de ilusión, de ilusión de ilusionista.
Hoy, extendiendo mi mirada pesimista, desencantada, resabiada, hacia la realidad política que me obligan a vivir, me pregunto si toda aquella lucha, toda aquella esperanza, tenía algún sentido. Me pregunto si alguna vez los poderosos nos permitirán vivir la libertad que añoramos, intentar la justicia en la que creemos, construir una democracia que se acerque al ideal que entonces creímos estar construyendo.
Veo con rencor, casi con odio, el triunfo del fanatismo, del populismo, de un frentismo interesadamente alimentado, que destruye cualquier capacidad de progreso o de democracia. Miro, con incredulidad creciente, y me pregunto, retóricamente, sin esperanza de respuesta, donde están la conciencia individual, el ansia democrática, el afán social, de aquellos que descarada, y gremialmente, maniobran en contra de los intereses democráticos que los que, como yo, se sienten estafados y huérfanos de representación en el actual panorama político español ¿sabrán si quiera que existimos? ¿Les importará?
Conozco personalmente a algunos de los que se sientan en esos bancos que merecerían mejores ocupantes, y cuando veo sus intervenciones, cuando el asco me invade con sus mentiras de parte, con sus defensas imposibles de falacias evidentes, me pregunto donde están las personas buenas y cabales que llegan siéndolo justo hasta la puerta del lugar en el que olvidan toda su bonhomía en aras de unas disciplinas de voto que deberían de hacer que se les cayera la cara de vergüenza ¿Donde están esas personas razonables y buenas que fueron antes de convertirse en marionetas de un poder omnívoro, mentiroso y degradante, que ahora ayudan a mantener con su falta de conciencia personal? ¿En qué piensan después de cada votación? ¿Cómo son capaces de justificarse? ¿Hasta dónde la mentira se ha convertido en la verdad de sus vidas?
No, definitivamente no vivimos en una democracia, no cumplimos, ni de lejos, con ninguno de los fundamentos de una democracia formal, porque votar no es un fundamento de la democracia, es solo una opción que puede ser mal utilizada, que es, ahora mismo, una coartada a invocar en defensa de actitudes contrarias a las de aquellos que les han votado.
Logramos, durante algunos años posteriores a la transición del 78, algún tiempo de esperanza democrática, que acabó pervirtiéndose en una partidocracia inclemente y frustrante, que, a su vez, ha dado paso a una ideocrácia monística de una suma de minorías, dispuestas a suplantar a la mayoría en aras de unos intereses minoritarios que se parapetan unos en otros para lograr torcer la voluntad popular, invocándola, traicionándola.
Las bases no controlan las derivas de sus partidos, lo que permite la maniobra sin filtros, ni responsabilidades, de sus dirigentes, elegidos en unas pretendidas primarias donde el valor a promover es el populismo frentista sobre el interés general, donde se premian los exabruptos ideológicos frente a las ideas éticas. El que más grita, el que dice la mayor barbaridad, es el elegido.
Las mayorías representativas son pervertidas mediante una ley electoral más preocupada en crear territorios de poder que en buscar la verdadera voluntad popular.
La separación de poderes ha devenido en manos de un único poder, que busca sin recato controlar a los otros, y, además, en una pingareta léxica que hace palmaria la carencia democrática de quién la declara, reivindica la susodicha intervención del resto de poderes en aras a una actuación, mentirosa y ventajista, que sus mismas palabras, en estricto sentido democrático, desmienten.
El poder ejecutivo considera lícito intervenir el poder judicial, al tiempo que, invocando mecanismos perversos como la disciplina de voto, o la afinidad ideológica, se encarga de anular cualquier posible utilidad, o independencia, del poder legislativo.
No sé cuánto puede prolongarse la actual situación de descrédito, de desmoralización, de desmotivación ciudadana. No sé durante cuánto tiempo puede darse la situación en la que los políticos se consideran con capacidad, con autoridad moral, para imponer a los ciudadanos lo que deben de querer, despreciando con su actitud lo que realmente quieren. No sé durante cuánto tiempo, pero hay que tener en cuenta que el tiempo siempre es finito, puede justificarse una situación de indefensión de la ciudadanía respecto a estructuras, incontrolables y dañinas, creadas con el único fin detentar un poder sin responsabilidades.
No sé, al fin y al cabo, cuánto tardaremos en encontrar de nuevo nuestras ilusiones, en buscar de nuevo un sistema democrático que nos satisfaga, y volver a mirar al futuro sin otra zozobra que la de que el cielo no se caiga sobre nuestras cabezas. Tal vez yo ya no lo vea, al menos no con los ojos físicos de mi yo actual, pero eso no me impide luchar por un futuro honesto, justo y democrático para aquellos que si lo verán.
Una ley electoral que se preocupe de respetar las mayorías reales, circunscripción única, listas abiertas, compromiso ético con los electores, abolición de mecanismos de lobby en las cámaras representativas (disciplina de voto, obediencia al partido, persecución de los disidentes), sería el primer paso, imprescindible, para acabar con esta situación. Separación absoluta de los mecanismos del poder judicial de la intervención de los otros dos poderes, y, por tanto, de los partidos, sería otro paso importante.
Así que, como en mi juventud, vuelvo a sentir la necesidad de vivir en un círculo cercano que me permita pelear por los valores democráticos, sociales, por los valores éticos y morales, que la sociedad política actual no comparte, no contempla. Muchos años después, cincuenta, ya no vivo, técnicamente, en una dictadura, pero, lo que vivo, cada vez se parece más a aquello. No en las formas, no en la liturgia, pero sí en el fondo, sí en la mirada obscena, despectiva, con la que los gobernantes miran a los gobernados.
Parafraseando a Chicho Sánchez Ferlosio: Cuando canta el gallo negro, es que ya se acaba el día ¿Donde habrá un gallo de colores que rompa la tiranía?