DEL AMOR Y/O LA LIBERTAD

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Fotocomposición Plazabierta.com

Para el hidalgo Don Quijote de la Mancha no hay mayor causa para la lucha que la libertad, al punto de que por ella merece incluso dar la vida. Se lo dice a Sancho. Equipara por tanto la vida con la libertad e incluso la pone por delante, ya que, como habrá entrevisto el lector avieso, en toda lucha a muerte por la libertad ha de sacrificarse siempre la vida del opresor o la del oprimido, sin que una u otra pérdida acusen sanción alguna frente a la libertad que se pretende y se gana. Cervantes se levantó a combatir contra el turco con treinta y ocho de fiebre. Era la más alta ocasión que habían visto los tiempos pasados, no veían entonces los presentes y, en el pensar de Cervantes, no llegarían a ver los venideros. La batalla de Lepanto, en efecto, fue la ocasión en la que España y la Santa Liga Vaticana, liberaron definitivamente a Europa del imperio Otomano permitiendo el desarrollo de nuestra civilización, esto es, la de la libertad. Cervantes no dio la vida, pero la expuso al punto de perder una mano, y, en buena medida, nuestro escritor más célebre ya nos dice en el prólogo a la segunda parte que prefiere haberse cobrado esas heridas en la batalla antes que no cobrárselas por no haber estado en ella.

La pregunta que me ronda por la cabeza es si la libertad es más importante que el amor. A nivel jurídico no, eso desde luego. Los principios fundamentales del ordenamiento son la libertad, la igualdad y la justicia. Nada se dice del amor como derecho. Más bien, tanto el amor paterno filial como el de pareja vienen sujetos a obligaciones de respeto y atención mutua, pero nadie puede exigir el amor como un derecho. Si hablamos del matrimonio a nivel institucional, este se antoja una sociedad de afectos trabada en torno a la ligazón patrimonial. El amor, como sentimiento transgresor, se siente constreñido dentro del coto cerrado de las leyes. Es verdad. El derecho no habla del amor sino de sus efectos necesarios. Cuidar, proteger, velar, cumplir con los fines de la especie. Sin embargo, la sinceridad del vínculo se presume, no se exige prueba y no se piden explicaciones cuando se rompe.

En Occidente, el amor y la libertad se vinculan desde el momento en que aquel ha de elegirse libremente, y, por otra parte, desde que puede y debe dejarse libremente. Durante el nudo hasta el desenlace, no puede compelerse, exigirse, coaccionarse o violentarse. Ello nos indica que la libertad prima frente al amor, pero nadie cuestiona jurídicamente la hipocresía del que estando casado no ama. Se puede disolver el vínculo, cierto, pero, estando vivo el matrimonio, no se puede exigir darlo o sentirlo. En Oriente, me refiero a la sociedades tradicionales no occidentalizadas, el amor se canaliza por pactos familiares. Hay quien dice –Benazir Bhutto, por ejemplo, y además por propia experiencia – que el amor convenido o pactado proporciona más felicidad que el elegido, por cuanto todas las partes saben a lo que se atienen, digamos que saben a lo que van. El amor elegido, sin embargo, tiene una deriva incierta, sometida al devenir de los acontecimientos a veces caprichosos de las partes, de una de ellas o de ambas, cuando no de las malas artes de terceros, que en determinadas situaciones pueden desviar o desenclavar por interés propio las flechas de Cupido. Quizás sea cuestión de probar suerte, si bien, el occidental toma la vida desde la libertad como un viaje que puede traer tanto la fortuna como la desdicha. En otras palabras, si el amor fuera más importante que la libertad, los occidentales nos casaríamos por convenios familiares pactándolo desde el inicio, es decir, sujetándolo a una garantía. Nos importaría el resultado, es decir, no nos importaría tanto la libertad de elegir un amor sometiéndolo al devenir de las cosas. Nos importaría su estabilidad, su realización. El oriental prefiere que el amor se guise en la salsa de la estabilidad, que gane su ser con el tiempo. Lo de la libre elección es prescindible. Hay determinadas circunstancias concurrentes de orden social, económico y de traición, que permiten que el amor transigido entre familias proporcione más felicidad. El precio es la libertad.

A lo largo de la historia, solo los románticos han dado la vida por amor. Frente al racionalismo, el romántico elevó la muerte y el gusto por lo decadente como actos de exaltación del amor, si bien no sólo mediante el duelo que enfrentaba a dos caballeros ofendidos, sino también a través del suicidio por amor (recuerde el lector a Casagemas, amigo de Picasso, que se suicidó por la impotencia que le impedía culminar el amor con su amada) . Con respecto a la libertad, por el contrario, el occidental siempre ha opuesto una lucha contumaz y  a muerte, lo que sigue subrayando la importancia de la libertad frente a todo y frente al  amor también. Somos más libres que románticos porque somos más racionalistas que sentimentales y porque, a la postre, queremos ser dueños de nuestros actos. El amor no puede poner en riesgo la libertad y la dignidad del ser que amamos, ni desarrollarse en términos de imposición de uno sobre el otro, y ello porque los empeñados en la suerte del amor no se lanzan para morir en el otro sino para confundirse en el nosotros, aunque nunca al precio de su dignidad, la cual se vincula mucho con la libertad. Somos dignos cuando somos nosotros mismos y para ello necesitamos ser libres.

Aunque todos buscamos un equilibrio que permita la libertad vivida en el amor, lo cierto es que el divorcio occidental, o la separación de hecho, suelen producirse porque, a fin de cuentas, prima ser libre y porque el amor puede aparecer de nuevo otra vez. Todos podemos vivir sin amor, siempre o por una temporada, pero nadie queremos vivir cautivos ni siquiera por un minuto. A fin de cuentas Cervantes no se levantó en vano a luchar con treinta y ocho de fiebre contra el turco, como tampoco murieron en vano los soldados que desembarcaron en Normandía, o todos aquellos que han sufrido presidio de tiranos. Lucharon por nuestra libertad.

 

 

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