«De la decepción se resucita. La abres en canal, la coges a manos llenas y te la comes. Después la vomitas. Te la echas en los ojos para no ver, para no matar al sujeto decepcionante, pero regresas de ella. De donde habita la rabia se retorna, ya sea en una dirección u otra, hacia el amor o hacia el odio. Basta una sola palabra, un mínimo detalle para que todo vuelva a su sitio, como una gomaespuma vapuleada y pisoteada, que vuelve en sí cuando se vacía del cuerpo y se borra la huella.
La pérdida de admiración es otra cosa, eso ya no es fácil de recuperar. Admirar: “Ver, contemplar o considerar con estima o agrado especiales a alguien o algo”. Cuando eso se apaga, escuchas un sonido hueco, un descalabro contra el suelo; es un cráneo que se rompe, y luego ya, nada. La nada más absoluta, el silencio y el olvido. Todo es inodoro e insípido.
Te das cuenta de que con su ausencia se marchan todos los sentidos, se ponen de su lado, leales, tirados como despojos de gallina.
Ya no quedan caminos nuevos que descubrir con las manos, los conoces todos, y ahora son autopistas rectas y aburridas.
La nariz se hace perro viejo y pierde el olfato, no por incapacidad, sino por desidia, y esos rincones de otro cuerpo, donde metías la cara cuando te faltaba el aire, buscando el oxígeno de una bombona enclavada en el fondo; no solo no son necesarios, sino que huelen a vinagre, a descomposición.
Cuando dejas de oler, el gusto le da la mano, como una gripe mal curada, igual que una enfermedad pandémica; la lengua es un rastrillo que no deja marca y pierde todo interés por probar. Ya no encuentras tus sabores en las yemas de otros dedos, ni engulles el plato principal entre unos muslos que sirven de bandeja. Te alimentas para sobrevivir, no para disfrutar; llenas la andorga sin rozar el paladar, como un pavo. Un atracón para fallecer de muerte natural y no de indigestión, como lo hiciste en el pasado.
La vista es lo de menos, ya has aprendido a mirar con todas las partes del cuerpo antes de hacerlo con los ojos, porque no hay peor ciego que el que no quiere ver, y tú llevas todo el tiempo a oscuras, con una venda injusta y autocrática. Lo elegiste, estancarte como espectadora ante eso que no era más que una película de ciencia ficción. Te la has tragado entera, horas de figurantes de cartón piedra, cine de clase B.
Y la venda también se escurre, pero esta no llega al suelo, se evapora por el camino, igual que se anudó alrededor de tu pescuezo se ha deshecho la lazada y ha volado, probablemente a la búsqueda de otros ojos incautos.
Las canciones que escuchabas en bucle, en una espiral peligrosa, sin salida, esas, que quedaban girando en la cabeza como un carrusel, ahora no recuerdas ni los estribillos y no se paran ni un segundo. Entran por un oído y salen por el otro, como el que oye llover».
Respiras y haces una pausa para tomar aliento, mientras, el reflejo del espejo, espera paciente.
«Sí, te lo digo a ti también, deja de mirar la languidez de tus pechos y la aureola de tu ombligo, así recuperaras toda la admiración perdida, allí donde la abandonaste: en la curva de tus caderas, en lo abrupto de tu vientre, en las profundidades de tu coño, en los recovecos del cerebro y en la inmensidad del corazón».
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