Hablar de los valores como principios universales por los que se rigen las personas corremos el riesgo de quedarnos cortos o, por lo contrario, pasarnos de frenada, no porque no tengamos claro de lo que hablamos, que también, sino porque definir algo que pertenece más al mundo de los sentimientos que al de la razón puede llevarnos a interpretaciones muy dispares, incluso interesadas, según quien tenga la osadía, o peor aún, el ego de quien pretenda dar lecciones con su conducta; aunque hay algo innegable, como es el hecho que los valores sirven para la convivencia armónica entre los seres humanos, sin olvidarnos que por su universalidad tienden a definirse en torno a conductas determinadas que prueban su existencia. Eso sucede con la lealtad, valor al que llevamos dando vueltas las últimas semanas, la cual exige un compromiso, por supuesto voluntario, aunque no siempre recíproco, porque una cosa es el “ser” y otra el “mundo”, de ahí la metafísica como rama de la filosofía que se hace preguntas en torno a la realidad.
Además, la mayoría de los valores son principios personales, mientras que la virtud es la excelencia moral, lo que nos lleva a que la lealtad engloba una serie de comportamientos que sólo alcanzan su grado máximo cuando existe una disposición para obrar de acuerdo con determinados proyectos ideales, como es el bien, la justicia o la belleza; lo que nos lleva a afirmar que hay quien puede ser leal a un proyecto determinado pensando únicamente en el bien común, en una mejoría de este mundo de intereses en el que nos movemos, donde todo forma parte de un mercadeo, donde tienen cabida los propios valores, en tanto en cuanto los hay quienes se convierten, incluso como un modus vivendi, por influencia divina, en juzgadores de los demás vendiendo el perdón a precio de oro con la recompensa de la vida eterna; o como prohombres que se sitúan por encima del bien y del mal.
Lo que resulta claro, pues, es que hay personas que realmente son leales porque les importa más crecer como personasque sacar un rendimiento material, lo mismo podemos decir de otros valores como la libertad, la tolerancia, la amistad, la bondad, la solidaridad, o la humildad, entre otros. En definitiva, los valores residen en una persona y se transmiten a través de experiencias, vivencias; comportamientos, en definitiva, que nos hacen diferenciar entre lo bueno y lo malo y que, no sólo por el hecho que yo no los tenga pueda negar que otros los tienen de forma más o menos pura. Negarlo sería una falacia que nos lleva a esa pendiente resbaladiza de pensar que, a lo qué a nosotros nos sucede le suceda todo el mundo, entre otras cosas, porque no toda correlación implica una relación de causa y efecto; de ahí que no toda persona que se muestra leal pretenda conseguir una reciprocidad a su conducta, sin ser esclavo de nada o de nadie..
Todos exigimos lealtad a nuestra persona sin pararnos a pensar si nosotros mismos somos leales o merecemos esa misma lealtad que exigimos, por eso la persona realmente leal es una persona noble que va más allá del pensamiento binario del bien y el mal que tienen al valorarse a sí mismos considerando sus acciones como puras o correctas, y no tanto las de los demás, entrando con ello en lo que Nietzsche denominó el nihilismo pasivo, con su contundente proclamación de “Dios está muerto”, convencido de que los valores morales tradicionales representaban una moralidad creada por débiles y resentidos que fomentaban comportamientos o conductas sumisas y de conformismo ya que estos valores tácitos funcionaban a sus intereses.
Claro que hay gente leal sin ser sumisa, gente valiente de anteponer proyectos, personas y situaciones a sus propios intereses, sin pedir o esperar nada a cambio; como también hay gente cobarde con miedo a posicionarse, pero así es la dicotomía del ser humano, fruto de nuestras complejas emociones y experiencias, sin que por ello, nos lleve a negar la necesidad y existencia de los valores morales tradicionales para alcanzar una sociedad más libre, más justa e incluso más bella, con el convencimiento no que somos superhombres, sólo, en el mejor de los casos, personas predispuesta a luchar por un mundo mejor partiendo del hecho que las grandes hazañas deben partir de pequeñas buenas conductas que transformen nuestro entorno más inmediato, a pesar de tropezar más de dos veces con la misma piedra. Aunque todo ello parta del metaverso de un cerebro modelado por una realidad imaginaria, porque también de humanos es soñar, incluso de vez en cuando luchando como aquel hidalgo caballero contra molinos, creyendo que son gigantes que alimentan la distopía del mundo en el que vivimos.
Gran artículo señor Feliciano, invita a la reflexión y a soñar con los valores individuales y colectivos. Fuerte abrazo.