
Rubén Marzá, un tipo joven inquieto de este Castellón que habito, ya no es el chico que conocí hace tres años en el primer domicilio de la calle del Palmeral de Benicàssim, adonde llegué con tanto entusiasmo acompañado únicamente de mis libros y mi ropa, desnudo como los hijos de la mar, y bajo una oleada de plenitud vital envidiable. Rubén es ya el producto de una enriquecedora relación intergeneracional trabada en torno al interés por los temas universales que nunca decaen, aquellos que, por ínsitos en la experiencia del vivir, siempre permanecen. Digamos que si entre coetáneos se traban relaciones en torno a las contingencias propias de la generación que te toca y no se elige, los contemporáneos se unen en torno a aquello que en el humano devenir marca la existencia y nos hace más afortunados o desdichados. Más sintéticamente podríamos decir que dos personas de la misma generación pueden encontrar puntos en común con lo que hacen y les afecta, con lo particularísimo suyo, incluso con lo que el cuerpo les pide como alimento, y que dos seres separados generacionalmente se vincularán en torno a lo que trasciende y es realmente importante para toda la humanidad. Más allá incluso de lo contemporáneo, hasta aquellos que no han coincidido en el tiempo pueden ser tan afines como dos gotas de agua. ¿No se interrelacionaba acaso Lorca con Homero no habiendo vivido lo mismo?
Cuando Rubén entró en la terraza de la calle del Palmeral vestido con pantalón de pinzas y pelo corto y su trayectoria de estudiante de ingeniería aeroespacial, educado y caballero, faltaba que un simple giro vital le impulsará a viajar a Portugal para transformarse en lo que más le apetecía ser (psicólogo y escritor) y que a consecuencia de ello decidiera estar en el mundo con otra planta más adecuada a su espíritu. El tiempo nos fue acercando tras percibir que buscaba alimento intelectual y tener yo mismo proximidad al encuentro con alguien destacado pero humilde para pedir, dotado de inteligencia, madurez e inquietudes suficientes. En tan solo un año y medio y tras escribir yo JESÚS DE NAZARET Y EL REINO DE LA VERDAD, se transformó en mi epiloguista y comenzó una más intensa relación humana e intelectual que nos enriquece. Ambos hay que anotar que estamos irradiados de nuestra generación, por hijos únicos despiertos a otras cosas antes de tiempo, estando desde siempre con personas mayores y por tanto, valga redundar, un tanto desubicados de nuestros coetáneos. Yo sigo siendo joven en comparación con muchos abúlicos muertos de mi generación, mientras Rubén es mayor que sus jóvenes de alrededor.
Me gustan los jóvenes pero no me comporto ni creo que deba comportarme como ellos, si bien siempre que por alguna razón converjo paladeo, eso sí, lo que me ofrecen —es el caso de mis hijas y de sus amigas, algo lógico, pero también, por ejemplo, en su día, la deriva musical de Jaime Soler Ramos y Álvaro Lafuente cuando Guitarrica inició y luego fue sedimentado sus logros en el panorama musical español , o de León Coeur, un grupo musical de jóvenes deliciosos que me hacen vibrar con sus vibraciones y que se hicieron amigos a raíz de un artículo mío titulado “Nadie conoce a León Coeur” que escribí para El Español y ellos supieron chupar hasta el tuétano—.
Si con los jóvenes puedes hablar de las cosas que pasan en la vida, de los acontecimientos siempre incidentales, solo con algunos puedes hablar de la vida en sí misma, que, aunque lo parezca, no es lo mismo. No aspiro a convencer a Rubén de una contingencia de presente como las vacunas, ni discutir dónde está la razón entre negacionistas y los que no lo son, aunque a veces le indico que yo también puedo ser dogmático a veces, pero sí me gusta hablar con él de literatura, de la importancia del amor y la muerte como pivotes de la existencia humana.
En Rubén, hoy compañero de columna, he descubierto también un escritor en ciernes, profundo y ágil, comprometido y en coherencia con lo que piensa (aunque lo que piensa no siempre tenga que ser acertado). A mis cincuenta y nueve, creo que la felicidad depende de las mudables relaciones que establecemos con la verdad y el grado de compromiso y generosidad que tenemos con ella. Lamentablemente, en un mundo sin tiempo, las apariencias suelen adelantarse a los acontecimientos gobernando desde la sombra el dominio que sólo debería pertenecer a la luz. Entre autenticidad y perversión, la verdad puede pasearse por el filo de la navaja o caminar ancha y resuelta. A veces, no es tan fácil que lo que amamos o percibimos con más intensidad se materialice en en los logros inmediatos, pero nada puede garantizarnos ganar nuestras batallas. Basta luchar con dignidad y, entretanto, compartir nuestro camino con todos los contemporáneos que, como Rubén, sean o no coetáneos, nos son afines.
Te transmito mi más sincero agradecimiento también por aquí, querido Guillermo. Me hallo ahora mismo, junto a mi padre, en una jornada de exposición de olivos bonsáis en La Vilavella. Hoy me encuentro junto a unas cuántas decenas de hombres, entre ellos mi propio padre, que dedican una sustanciosa parte de su tiempo libre a juguetear con inocente curiosidad y sentida pasión con los inexcrutables caprichos de la naturaleza. Varios lustros deben pasar para que una tosca rama transplantada se pueda llegar a denominar con orgullo ‘bonsái’. El proceso lo es absolutamente todo. El arte de los bonsáis es centenario, quizá milenario, y hoy en día, en La Vilavella, un surtido grupo de hombres sencillos le rinden homenaje. Yo, me he dedicado a observarlos con respeto desde la distancia, a leer el final del segundo capítulo de «Mujeres que corren con los lobos» de Clarissa Pinkola Estés y a dormir bajo el sol matutino aproximadamente un ciclo de sueño sobre el césped artificial del campo de fútbol a los pies de la antigua cantera local de la cuál se extrajo la roca para construir el puerto de Burriana. Ahora, vamos a comer paella.