CUCHILLOS Y SUEÑOS

La libertad es un privilegio. Y no debería serlo.

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Salman Rushdie fue salvajemente atacado el día 12 de agosto de 2022. Cuando ya creía estar a salvo del peligro. O finalmente, tras años de una persecución inexorable. Su libro “Cuchillo” recorre los meses de calvario hospitalario y mutilación que siguieron a aquel día, con un detallismo tan truculento como necesario. En comparación con otros de sus libros, es este un texto menor; es más bien un acto de duelo, una escritura terapéutica. Su tono de sencilla complicidad con el lector, de transparencia desnuda, con el que aborda las consecuencias clínicas de su atentado, quiere romper la antipatía que el personaje (el escritor rico y famoso, algo petulante, que vive en algo parecido a la jet set intelectual) aveces produce. Solamente al final del libro establece un potente diálogo hipotético con el
descerebrado que quiso acabar con su vida, cumpliendo finalmente con la fatua que Rushdie tenía dictada sobre él. Un indio musulmán, descreído de la fe, occidentalizado y al mismo tiempo inseparablemente unido a la esencia y la historia de su país, se enfrentaa la mente de un adolescente, lavada mientras pasaba las horas y los días empotrado en un sótano, viendo vídeos de YouTube de un supuesto líder espiritual islamico y jugandoa los videojuegos.

No hace falta recordar aquí cuáles fueron las circunstancias que lo llevaron hasta esa
fecha, hasta el momento en que le rasgaron el pecho, la garganta, la cara, el globo ocular.
Su delito fue ser libre. O pensar que lo era. En “Cuchillo”, ignorando aún si su vida podrá
volver a ser la misma (los Estados Unidos, donde vive ahora, le ofrecen, según él, un
mayor grado de anonimato; esto está por ver), Rushdie sigue defendiendo su derecho a
no callarse, a escribir de lo que quiera, a ejercer su libertad de artista. Aunque sea un
hombre algo pagado de sí mismo. Incluso si su persona o su estilo de vida no nos gusten,
sus libros o incluso sus ideas nos produzcan rechazo. Ese es en parte, el mérito del libro:
Rushdie no necesita caer bien para reclamar su libertad. De vivir y de expresarse.
A miles de kilómetros de allí, en las fronteras de los Estados Unidos, en las vallas de
Ceuta y Melilla, o en las costas de Cádiz, de Canarias y de Italia, cientos de personas se
juegan cada día su derecho a ser libres. Es decir: a vivir una vida elegida, y no la que la
historia de su país o las circunstancias personales, dictadas ambas estrictamente por el
azar, les han obligado a sufrir. Esa en la que languidecen en la pobreza, son derribados en
la guerra, casadas en un matrimonio concertado, o mutiladas por una ablación genital.
Decidir que no quieres esa vida es también querer ser libre, aunque no nos gusten las
consecuencias que producen esos sueños, tan legítimas como las nuestras. Aunque no
haya sitio para ellos aquí. Aunque nos resulta más fácil decir que todos son unos
delicuentes. Aunque no tengamos la menor idea de cómo gestionar uno de los asuntos de
nuestro tiempo.

Rushdie y estos inmigrantes han pagado un precio inimaginable para la gran mayoría de
nosotros. Uno ha perdido la visión de un ojo, por una frase escrita hace ya varias décadas.
Los otros han atravesado desiertos, han sido extorsionados y seguramente objeto de
violencia de todo tipo por parte de las mafias que los conducen hasta nuestro paraíso; han
visto morir a seres queridos. Porque han cometido el delito de querer ser libres.
Ya sé que nuestra libertad es en realidad una no-libertad. Está manipulada por nuestros
sesgos ideológicos, por los medios de comunicación, por las cámaras de eco de las redes
sociales. Y está condicionada por nuestra biología, nuestra genética, nuestra historia
personal o familiar y hasta nuestra cultura. Incluso algunos, como Robert Sapolsky en su
libro “Decidido” afirma que no existe tal cosa como un libre albedrío. Es, seguramente,
una ilusión provocada por un sistema que quiere que pensemos que somos libres por
poder viajar a muchos sitios, publicar prácticamente lo que nos de la gana en las redes
sociales, y de votar cada cierto tiempo (a veces con frecuencia fatigosa).

Pero no es tiempo de metafísica, y en agosto no nos vamos a poner a definir lo que es la
libertad: desde luego, la nuestra es mucho más de lo que los ciudadanos de muchos países
del mundo poseen (pongan ustedes los ejemplos a su gusto). Con todas las pegas que
ustedes quieran, es un verdadero privilegio. Incluso quienes, en el fondo, la detestan,
pueden hacer uso de ella, y nos bombardean cada día con su intolerancia, mientras
nosotros nos debatimos en la encrucijada de Popper. Hay gente que cruza desiertos, mares
y selvas, para tenerla. Que pierde un ojo para poder expresarla.

No tengo ni idea de qué cosa sea la libertad, o hasta qué grado yo la tengo o creo
disfrutarla. Sí sé, desde luego, que no consiste solamente en poder tomarme una cerveza
en una terraza, y todo eso que se hace con el estómago lleno. Tal vez la libertad sea el
derecho a constituirse en un ser humano completo. Probablemente un trabajo digno, una
mente educada y abierta al conocimiento, una vivienda asequible y un lugar donde acudir
en la enfermedad, sean los requisitos previos para poder ejercerla en plenitud. O quizá la
necesitemos para poder procurarnos, de forma pacífica, todo eso. A saber. Pero no
deberíamos llenarnos la boca con una palabra tan valiosa sin recordar lo que es de verdad
no tenerla, y menos enarbolarla como si fuera de nuestra propiedad. Se nos puede
indigestar, y un día, terminar perdiéndola. Buen verano

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