Una historia Real.
En la mañana del cuatro de agosto de 1938, un proyectil de doscientos milímetros cayó sin explotar al lado de un grupo de niños que jugaban junto a la sede central del Banco Español del Río de la Plata, en plena calle de Alcalá.
Los niños se tiraron al suelo poseídos por una mezcla de miedo y curiosidad infantil.
Uno de ellos, incluso llegó a tocarla con la mano. Aquel muchacho de apenas once años, era mi padre.
El me contó la historia muchas veces, tantas que incluso he llegado a pensar que era yo mismo el que tocaba el metal aún caliente de ascua, deseoso de romperse en mil pedazos, de buscar su carne, mi carne, el propio pecado original del ser humano.
Sin saber como, aquella imagen quedó congelada por el ojo muerto de una cámara Kodak, propiedad de un periodista norteamericano, Henry Nyman; alto, rubio, de apenas veintiséis años, alistado por sueños románticos e idealistas en las Brigadas Internacionales.
Es curioso comprobar como hasta los momentos más privados del hombre como son el miedo y la muerte, son captados con la facilidad con la que dos dedos delicados cogen a una despistada mariposa.
Y es que Henry quiso reflejar su propio miedo en los ojos en blanco y negro de aquellos chavales, en los cascotes que caían de los edificios, en un cartel recién pegado sobre una pared de granito de uno de los edificios que contempla la escena mudo: “Circo del Hielo, hasta el nueve de agosto improrrogable”.
La bomba fue recogida horas después por un camión militarizado que había sido requisado a una fábrica de harinas, entre una multitud de curiosos que se agolpaba en torno a ella, desoyendo las advertencias que un miliciano les hacía a base de gritos y gesticulaciones.
Henry Nyman siguió haciendo fotos, captando cada rostro, cada gesto, cada frase muda plasmada en sus fotos: Mi padre levantando la mano con la que había tocado a aquel mensajero de la muerte.
Llegó el nueve de agosto y el “Circo de Hielo” dejó de ser improrrogable para pasar a ser permanente. Los ocho miembros de la compañía, se quedaron anclados en Madrid, teniendo que subsistir de las quince o veinte personas a lo sumo que acudían a las siete de la tarde a ver el espectáculo que se dejaba ver en una pequeña carpa verde que se montaba en la explanada de las Ventas, al lado de la plaza de Toros.
El hielo de la pequeña pista duró poco más del cinco de agosto ya que después de aquella fecha se intensificaron los bombardeos, tanto de las baterías de artillería que se instalaban en los altos de los sembrados de la calle de Alcalá como de los miles de toneladas de trilita que caían del grito aterrador de los cazas alemanes, y el suministro eléctrico se cortó en la mayor parte de la ciudad, pasando la compañía de patinadores a convertirse en malabaristas, payasos y contadores de cuentos casi todos alegres, de los que hacen olvidar la guerra.
La entrada era de a perra gorda.
Con el calor de aquellos días y sin luz el hielo tardo menos de tres horas en descongelarse, formándose un tremendo charco de agua fresca, al menos de momento y en el que todos las madrileños, sobre todos los niños y los que tenían un mismo corazón que ellos, acudían con los pantalones remangados o en plenos calzones, a remojarse un poco.
Henry Nyman estaba allí y captó con su cámara, aquella laguna artificial poblada de aves y el reflejo plateado de sus siluetas.
Y mi padre también, con la camisa de blanca de lino empapada y una sonrisa que ha perdurado, abriéndose paso entre los mares de llanto de aquellos días.
El nueve de agosto de 1938 un obús de doscientos milímetros atravesó el muro de la calle de Cañizares, número tres, entrando en la casa de mi madre y atravesando sin explotar, el salón, el cuarto de baño, la cocina y un pequeño cuartito que hacía las veces de despensa.
Mi madre estaba jugando con su hermana a las princesas, pronunciando un sinfín de nombres inventados todos ellos terminados en “inda”.
La pared se rompió y un siseo de una serpiente gigante se escuchó en toda la casa. Tras ello, el segundo derecha, su hogar, se llenó de agujeros en las paredes y los cabellos de los dos niñas se tornaron blancos del yeso que caía como la nieve del techo.
Unos instantes después en el número cinco de la misma calle el cielo se cayó con las mil tormentas que se guardan en un proyectil pesado de artillería. Estalló, abriendo su boca de hierro colado Germano, derribando todo el edificio, el cinco…Nueve y cinco, trece, que mal número.
Murió mucha gente aquel día. Era pronto y en los cuatro pisos viejos de aquella casa mucha gente estaba aún soñando.
Henry Nyman soñaba en aquel momento con aquel niño que tocaba una bomba en la calle de Alcalá.
Mi madre y su hermana, salieron aterradas de la casa que se tambaleó como un castillo de naipes, abriendo el portal y entrando en el mundo de polvo y gritos en el que se había convertido la calle.
Un enorme montón de escombros se apilaban al lado de la casa de mi madre, sujetándola milagrosamente, como el contrafuerte de una iglesia románica.
Sirenas, camiones pintados de verde que acudían al lugar, soldados corriendo de un lado para otro y en medio de todo una niña de diez años de pelo caoba que sin darse cuenta encuentra una cámara de fotos Kodak prácticamente destrozada entre los escombros llenos de brazos y piernas muy parecidos a los de muñecos y que sobresalen como las estacas clavadas en un campo de alambradas, pero con su cargamento de miradas ciegas intacto.
Después la llave de cuerda del tiempo que empieza a colocar de nuevo las piezas de un puzzle en su sitio.
Aquella cámara permaneció sin abrir hasta el fin de la guerra, guardada en la alacena de la cocina, dentro de una caja de cartón que a veces le cantaba nanas y consolaba el llanto norteamericano por el amo perdido.
En 1948 un chamarilero, compró a mi abuelo materno la cámara y su secreto contenido por siete pesetas y en el mes de agosto de ese mismo año, Ernest Thorpe, fotógrafo también Norteamericano, compró en el Rastro aquella cámara rota, llena de tesoros ignotos.
El fue el primero y único que la abrió en su casa de campo de Norfolk, una tarde de lluvia atlántica.
El doce de octubre de 1952 mi padre y mi madre se casarón, jóvenes, agarraditos de la mano, enamorados, no hubo fotos.
Hubo que dar de nuevo cuerda al tiempo para que yo viniera de quién sabe donde y de que mi padre me contara aquella historia casi borrada de la bomba que no explotó y de aquel extranjero joven al que dedicó su sonrisa y que mi madre, mientras me tenía en su regazo, aún con el miedo en el cuerpo relatara aquella vez en que un obús casi la mata y de su inusual hallazgo.
El quince de diciembre de 2006 murió mi padre y con él se fue su sonrisa y su mano mágica y templada.
Hoy es 26 de diciembre y tras comer con mi madre y dar un paseo por el Paseo de Recoletos, me he sumergido en una exposición de caracolas y poemas de Pablo Neruda, que se deja ver hermosa en la ahora Sede Central de Banco Español de Crédito, en la calle de Alcalá.
Y entre rimas, versos y olor a agua salada, en una de las paredes de la exposición he visto una foto, grande, ampliada decenas de veces y bajo ella un comentario de apenas dos líneas: “niños en la calle de Alcalá al lado de un proyectil sin estallar. Uno de ellos incluso la toca con la mano. Agosto de 1938. Foto encontrada por Ernest Thorpe en una cámara comprada en el Rastro de Madrid. Atribuida al joven fotógrafo Henry Nyman. Fallecido en los bombardeos sobre Madrid de ese mismo año.”.
Por primera vez he visto la sonrisa de mi padre, tantas veces contada y dibujada en mi mente y sentándome en el suelo me he puesto ha llorar, rodeado de conchas y poemas de Pablo Neruda…”
Maravillosa narracion