Revisando unos libros de arte en una de estas calurosas tardes de estío, donde no está permitido salir a la calle por el abrumador calor del sol, he descubierto algunos fragmentos de las pinturas de la cueva de Altamira.
Nunca había reparado en su colorido, en la plasticidad de sus formas, en la expresión y mucho menos en su simbología, que a día de hoy sigue sin estar clara. He intentado comprender su significado y ponerme en la piel de uno de esos hombres del período Magdaleniense sin éxito. Pero sí he llegado a una conclusión, aquellos hombres de hace treinta mil años fueron seguramente unos de los primeros en comenzar a soñar.
En noches de verano como las que nos acompañan ahora, aquellos hombres y mujeres debían contemplar las estrellas como algo mágico en la oscuridad de la noche, la luna debía ser su consejera y la luz del amanecer el camino a seguir en las cacerías que se convertirían en eternas pintadas en el techo de sus cavernas.
A la luz de un mísero candil rudimentario, imaginar una cacería fructífera permitía a aquellos antepasados prehistóricos soñar con lo que más deseaban, con lo que era su modo de vida y sobre todo lo que les permitía entrar en contacto con los espíritus y con lo sobrenatural, en una comunión fraternal entre hombre y Naturaleza. La fantasía revelada a través del sueño tenía que ser plasmada, era una necesidad que hoy llamaríamos posmoderna y que impulsaba al hombre a alcanzar otras cotas que estaban por encima de su pensamiento y que lesobligaban forzosamente a creer en algo superior. Sin saberlo, abrieron la puerta a la pintura, al arte y al simbolismo, creando un enigma sin resolver que forma parte de la historia del arte y que, seguramente, sentó las bases de algo más intenso y misterioso, la capacidad de soñar.
“Sin saberlo, abrieron la puerta a la pintura, al arte y al simbolismo, creando un enigma sin resolver que forma parte de la historia del arte y que, seguramente, sentó las bases de algo más intenso y misterioso, la capacidad de soñar.”