Hay personas, habitualmente personajes, cuya memoria, sobre todo si es nefanda, sobre todo si es maligna, perdura más allá de su etapa. Personajes que por mucho que pase el tiempo nos siguen agrediendo con sus obras, con los daños que su gestión ha perpetrado en nuestras vidas.
Creo que desde que, allá por año 2000, Jim Carrey salió pintado de verde, y nos mostró un personaje obsesionado por destruir la navidad, por acabar con el llamado espíritu navideño, el Grinch ya es un personaje conocido en nuestra cultura, un personaje al que a lo largo de los años transcurridos todos hemos podido ponerle alguna cara, la cara de alguien de los que tenemos en nuestros círculos cercanos. Hay mucha más gente de la que parece a la que la navidad no le gusta, incluso les incomoda. Muchos son los argumentos, pero una la conclusión: preferirían que la navidad no existiese.
Afortunadamente son, somos, muchos más los que disfrutamos de unas fiestas que parecen facilitar algo más las relaciones entre las personas, los que apreciamos en el aire una cierta calidez humana que no está el resto del tiempo, como si atesorásemos el resto del año nuestros mejores sentimientos hacia los demás, para volcarlos en ese momento.
Puede que no sea así, puede que sea una percepción subjetiva, interesada, pero cuando los públicos, los comercios, las casas, se llenan de luces, cuando empiezan a sonar los villancicos y la gente se echa a la calle, algo parece florecer en el ambiente.
Hoy escribo desde Estrasburgo, desde Alsacia, desde esa región francesa que limita con Alemania y que, a propósito de la Navidad, engalana sus pueblos, sus calles, los llena de música, de colores de adornos y de ambiente festivo para que todos los que queramos podamos compartir las fiestas con ellos. Gente, vino caliente, adornos navideños, música y una alegría sin complejos intelectuales, sin complejos de laicismo de laboratorio, parece ser la fórmula.
Estrasburgo, Colmar, Mulhouse, un montón de lugares, de pueblos que se transforman por navidad, y en los que la gente se ocupa de disfrutar y sacar partido a la alegría, unos sintiéndola y otros vendiéndola, todos paticipando. En mi recorrido ayer por Colmar vi un puesto, seguro que hay más, donde una dependienta velada, presumiblemente musulmana, vendía figuras navideñas, adornos, productos, sin que la diferencia de creencia provocara ningún rechazo en la vendedora, ni en los compradores.
Pero no quiero desviarme de mi objetivo inicial, que no es hacer un canto al auténtico laicismo, a la auténtica multiculturalidad, que no es la que cercena nada, si no la que incorpora todo, mi objetivo era contar que estoy aquí buscando poder disfrutar de un espíritu navideño, de un ambiente y decoración propios de la fiesta, porque desde que el Grinch fue alcalde de la ciudad en la que vivo, Madrid, si alguien quiere iluminación, adornos, espíritu festivo (iluminación propia de la navidad, adornos con motivos navideños, espíritu festivo navideño), más vale que salga a buscarlo a otro sitio.
Nuestro Grinch particular, que el olvido pueda caer alguna vez sobre su memoria, Alberto Ruiz Gallardón, nos dejó una navidad sin espíritu, fría, de diseño, vaciada hasta que la alegría se convierte en un rictus, en una mascarada sin espíritu alguno. Una ciudad que dice celebrar pero no sabe cómo, o si sabe no se atreve, como si se avergonzara de lo que quisiera celebrar.
Desafío a los madrileños a que encuentren entre las luces actuales, entre los adornos, un solo motivo tradicional de la navidad. Figuras geométricas, luces sin forma reconocible, por no hablar de aquella iluminación que pusieron en la calle Velázquez con palabras positivas (alegría, paz, felicidad, armonía, encanto…) y que después de un cierto recorrido uno no sabía si estaba celebrando algo o asistiendo a una sesión de hipnosis luminosa por cuenta del alcalde.
Y también acabó con las cabalgatas de Reyes, aquellas que recorrían la calle Alcalá, llenas de carrozas, abarrotadas de niños y mayores que se hacinaban para verla pasar, siempre espectacular (recuerdo la famosa cabalgata del año en que se estaba rodando en el Retiro “El Mayor Espectáculo del Mundo”), pero sobre todo popular, cálida, llena de ilusión. Por conveniencias que solo a él le fueron reveladas la trasladó al frío e impersonal recorrido actual por la Castellana, al tiempo que empezaba a imponerse una estética que hacía difícil distinguir la cabalgata de Reyes, la de carnaval o la del día del orgullo gay.
Lo de vestir a los Reyes con vestidos de cortinajes, subvertir la historia, y la Historia, en base a unos conceptos puramente ideológicos y actuales, y manipular la fiesta para satisfacción estética propia, ya lo completaron otros hijos del Grinch que gobernaron la ciudad a posteriori.
Al final, lo que cuenta, es que el madrileño que quiere vivir eso del espíritu navideños, los excesos estéticos, el ambiente festivo como tema principal, tendrá que visitar Francia, Bélgica, Alemania, Nueva York o Vigo, o, si se es poco viajero, pasear por Madrid buscando las calles, o trozos de calle, que los comerciantes adornan, con la colaboración técnica del ayuntamiento, con extrañas luces sin simbolismo alguno.
Bueno, y siempre queda la televisión, las películas de una navidad norteamericana vivida sin complejos y en la que el Grinch siempre pierde, no como aquí que gana elecciones municipales.