Esfínteres arriba,
Vive dormido el verbo.
A veces, al mirarme en el azogue redimido de los aseos, a base de olor a mierda y vapor de agua, descubro al asesino en serie que pude haber sido; ese psicópata vengador de los justos, de los gordos, de los bujarrones, de las boyeras tijeretonas que gimen tras un muro de pelo. Por todos mataría; por todos, menos por mí mismo. Y es que los cojones de un cobarde no miran por su autobiografía, sino por las buenas o malas novelas de los otros.
En una ocasión, tuve la dorada oportunidad de ser bendecido por la bondad ajena, pero me negué; no quería que mi virginal maldad fuera borrada del mapa por una gratuita felación del alma. Elegí al Cristo de los mercaderes, al Jesús bondage y su látigo de siete lenguas; la delicia de los vendedores de almas.
Y ahora, viejo. Todo me supera; todo, menos esos imitadores de pacotilla y ojos de arrendajo que burlan mi realidad fingiendo que el prójimo les produce una erección de setenta grados. Mienten. Y yo nunca lo he hecho; nunca me he empalmado haciendo el bien, pero qué cojones, el esperma fluye.
Es lo que hay; sobre todo después de mirarse en un espejo asediado por moscas del vinagre -Drosophila melanogaster-.