De infausta memoria, el Ku Klux Klan fue fundado en 1865, al acabar la guerra de Secesión y ser derrotada la rebelión de los Confederados. Al principio, el KKK pasó por ser una asociación humorística, que se declaraba pacífica, pero humillaba a los negros, los acosaban, escarnecían y amedrentaban. Los incomodaban cual malos fantasmas, usando sábanas blancas y capuchas. Tras enseñorearse de lugares públicos y privados, de los escraches pasaron a acciones más violentas, siempre invisibles y en masa. Su espectáculo sádico terrorista acabó por consistir en quemar (viviendas y personas) y asesinar (en especial, linchando y ahorcando); también castraban. La organización terrorista y supremacista, enferma de odio, no tardó en ser disuelta por el presidente republicano Ulysses Grant.
Se refundó medio siglo después, comenzada la Primera Guerra Mundial. Y se presentaron con la ficción de titularse protectores de los débiles, desafortunados e inocentes, así como defensores de la Constitución norteamericana. Llegaron a tener cuatro millones de afiliados.
Vayamos a junio de 1964, ya muerto el presidente Kennedy, y cuatro años antes de que fuera asesinado también Martin Luther King. En un pueblo del estado de Mississippi desaparecieron tres activistas por los derechos civiles (dos judíos y un negro). El FBI se personó allá para investigar el caso. Pudieron demostrar que esos crímenes fueron cometidos por el Klan, con la complicidad de la policía local.
Como dirá en privado una mujer, avergonzada y acobardada por su situación familiar: “nadie nace odiando. Se te enseña. En la escuela decían que la segregación estaba en la Biblia: Génesis 9: 27. A los siete años si te dicen algo tantas veces, acabas por creértelo”.
Por su parte, un cabecilla del Ku Klux Klan proclamará en uno de sus actos que ellos quieren salvar a la nación de la embestida integradora que promueve la mezcla de sangre y la raza mulata. Y otro, podrido por una miserable idiotez, escupirá con total impunidad al hablar de NAACP (Negros, avispas, arañas, cocodrilos y piojos).
El joven agente Alan Ward (Willem Dafoe, quien luego hizo de personaje perverso en ‘Spider-Man’) dirige la investigación con notoria ingenuidad, se estremece por el odio que respira a su alrededor y, con pésimo conocimiento de la realidad que vive, no acierta en la línea a seguir. En cambio, el agente Rupert Anderson (Gene Hackman), su subordinado, sabe muy bien lo que no hay que hacer (como pedir más agentes o hablar en público con negros: “no hablarán con usted. Tienen que seguir viviendo aquí cuando nosotros nos hayamos marchado”). Es un hombre experimentado que sabe ser delicado o implacable, según sea quien tenga delante. Duro con los duros, blando con los blandos.
En una vista anterior, un juez local había mostrado hipócrita connivencia con los acusados. Desaprobaba sus actos, decía, pero los disculpaba, “al menos, en parte”, por la provocación de forasteros sin escrúpulos, de escasa moralidad, que habían invadido el condado (los agentes del FBI). Tras condenarlos a cinco años de cárcel, dictó de inmediato su libertad condicional. Al producirse el brutal asesinato de otro ciudadano negro, la rabia llega hasta el corazón del frío y puritano Alan Ward, quien, con muchas vacilaciones e incoherencias, acaba por rendirse a la evidencia que le representa Rupert Anderson (“esta gente ha salido de la cloaca, quizá deberíamos estar entre la basura”). Éste sí sabe qué hacer y con qué hombres, y organiza una serie de breves e incruentos actos de guerra sucia contra el alcalde y la trama del Klan, logrando así las pruebas que los incriminan. De este modo, se les pudo llevar ante un tribunal federal por delitos contra los derechos civiles, que los condenó. Un paso más contra la impunidad de la barbarie.