Hay una fórmula indefectible para que el lenguaje se vuelva inútil como medio de comunicación, consentir que las palabras signifiquen cualquier cosa en cualquier momento, o, lo que es lo mismo, privar a a las palabras de su significado. Imaginemos que me cruzo con un perro y digo que es un zorro, y no solo lo digo, si no que lo sostengo con el único argumento de que yo siempre le he llamado zorro, y además tengo derecho a llamarle como a mí me dé la gana.
Ya, les parece inconcebible, un perro es, evidentemente, un perro, y a nadie en su sano juicio se le ocurre llamarle zorro a un perro, o pino a un castaño, o nube a un charco. Es elemental. Pero eso que nos parece tan elemental, trasladado a ámbitos donde el comercio, o la política, intentan imponer sus leyes, ya no está tan claro, y lo evidente pasa a ser cuestión de criterios, muchas veces, cuando no de leyes, o de falsas tradiciones invocadas. Pongamos que hablo de alimentos.
No quiero volver a la polémica de la paella, de las falsas paellas, de las que ya se ha hablado más que suficientemente, sin que ciertas personas se apeen de su burra, de su zorro. Tampoco, porque ya se le dedicó en su momento otro artículo a la costumbre de llamar pulpo a la gallega al pulpo a feira, de llamar cachelos a toda patata que tenga algo que ver con Galicia, o hablar de hamburguesas veganas, o de chorizos vegetales, que todas estas aberraciones existen y, por parte de algunas personas, se defienden como si les fuera la vida en ello.
Por esa misma regla de tres, a día de hoy, Carrefour seguiría vendiendo un pan de Cea, pueblo de Orense con una IGP en vigor, o los chinos habrían triunfado en su tentativa de reclamar una patente mundial sobre la denominación de jamón de Jabugo, que pusieron en el mercado y reclamaron, afortunadamente, sin conseguirlo.
Hoy, después de dar un paseo por el centro de Madrid y visitar un atestado comercio de dulces, ubicado en una atestada calle, llena de turistas ávidos de comprar productos típicos de España, he vuelto a sentir el vértigo del todo vale con tal de lograr vender, que tanto daño hace a la gastronomía, que tanto daño hace a la cultura, que tanto daño acabará haciendo a la credibilidad del comercio.
¿Turrón de mojito? ¿De patatas fritas? ¿De cerveza? ¿Polvorones con sabor a torrezno? ¿Perros que se llaman zorros? Pues, salvo lo último, de todo esto me he encontrado en esos comercios para turistas, y en algunos viales de grandes comercios de alimentación. Parece que la fiebre de yo le llamo como me da la gana, ha encontrado un nuevo filón: el turrón.
Independientemente de las leyendas de princesas escandinavas, o pasteleros barceloneses, todo parece indicar que el precursor del turrón es un dulce árabe llegado a la península de mano de los invasores musulmanes, o a un dulce judío, también árabe, llamado “halawa”. También aspiran a esa paternidad la “cubarda” árabe o la “baklava” turca. Todo ello sin olvidar que en las olimpiadas griegas los atletas ingerían una pasta de almendra molida con miel, que, a nada que le demos una vuelta, parece que hablamos de nuestro turrón de jijona.
Puestos en esta tesitura nos queda recurrir a la semántica, pero tampoco aquí hay acuerdo, ya que mientras unos encuentran su origen en el turun árabe, del que habla Abdul Mutarrif, médico cordobés del siglo XI, que lo menciona en su tratado: “DE MEDICINIS ET CIBIS SEMPLICIBUS”, otros recurren al inevitable Covarrubias, quién sostiene que el término deriva de “torrere”, tostado, término que alude al método de elaboración del dulce.
Sea cual sea el origen, cuyo conocimiento nos está de momento vedado, la primera vez que el término aparece escrito es en el “Arte Cisoria” del Marqués de Villena, allá por el no tan lejano año del 1423.
Pero más allá del nombre, de dónde viene, o cuándo se consolidó, lo que sí está claro para todos los autores es que los ingredientes básicos del dulce son: frutos secos, miel y azúcar, lo que da lugar a los tres turrones básicos de la tradición española: el turrón de Alicante, o duro, el turrón de Jijona, o blando, y el turrón guirlache, de origen aragonés, aunque Alcoy tenga su versión, y sin olvidar la tradición turronera de Castuera, en Badajoz, que a los ingredientes básicos incorpora el huevo como hecho distintivo.
Ya a mediados del siglo pasado, con el auge económico, empezaron a introducirse nuevos turrones, el de coco, el de chocolate, el de yema tostada, el de mazapán con frutas, el de chocolate con arroz, que empezaron a ilustrar la mesa de postres de las cenas navideñas, y que, como venían presentados en forma de tableta de turrón, como conservaban casi todos los ingredientes, y eran fabricados por las casas turroneras, eran aceptados sin extrañeza.
Pero, y reconociendo el impulso de la innovación, me pregunto ¿pueden llamarse turrones al de mojito, al de tarta de queso, al de palomitas, al de donuts, al de cerveza, o a uno con patatas fritas, que no conservan ninguno de los ingredientes clásicos, y, alguno, ni siquiera la presentación, la forma? Y si la respuesta es que sí ¿cómo, a partir de ahora, puedo saber que cuando compro algo que se llama turrón, estoy comprando lo que para mí es turrón? ¿Dónde ponemos el límite de la denominación?
No sé, me estoy temiendo que en un alarde de indecencia denominativa, de agravio a lo que es y lo que no es, en breve dispongamos de turrón de paella, o de turrón de pulpo a la gallega, y ese día, posiblemente, mate, pierda la decencia y la calma, y en pleno ataque de locura disparatada, de justa y santa indignación, armado de furia y martillo, me dedique a asaltar las tiendas transgresoras, o, lo más probable, simplemente me lleve las manos a la cabeza y haga ese movimiento de incredulidad y resignación tan característico, moviéndola de la do a lado.
Para mi, que no todo vale, que me gusta que me den lo que pido, sin sorpresas, sin equívocos, llegada la navidad, seguiré comprando mis turrones tradicionales, que me encantan.
Felices a navidades a todos los lectores, incluidos los que coman turrón ajoarriero, si es que ya lo han sacado.