Y como no me quiero apartar de los debates candentes, enconados, con ribetes de arbitrariedad, hoy voy a confesar mi pecado con uno de los majares más humildes, más extendidos, y peor tratados en ciertos lugares, del universo gastronómico de las Españas, y mi denominación plural no es inocente. Me refiero al pan con tomate español, al pa amb tumáquet catalán, a lo que los castizos, en una pingareta léxica, llaman el pan tumaca, para espanto y escándalo de los purismos léxicos catalanes. A mí me hace gracia, aunque a otros, maldita sea la gracia que les hace.
Pero ¿todos hablan de lo mismo? No, definitivamente no. Nada tienen que ver los panes con tomate restregado, con los panes con tomate triturado, o rallado, o los panes con rodajita de tomate encima, aunque siempre encontraremos quién pretenda decir que son la misma cosa. Son abominables esos bocadillos a la catalana en los que, a modo de tropezones, las rodajas de tomate pugnan en ser insípidas, repulsivas e incómodas, por no decir ingobernables. Todo un hallazgo.
¿Cuál es su origen? Si es que podemos hablar de un origen único, que posiblemente no. Lo reclaman los murcianos, los italianos, que al fin y al cabo lo reclaman todo en nombre del imperio romano, aunque el rojo predominante en ese imperio no era el del desconocido tomate, si no el de las vestimentas de los legionarios, y lo reclaman, con más insistencia y argumentos que nadie, los catalanes. Y no olvidemos a los andaluces, que tienen su propia versión de tan humilde y espectacular combinación.
Pero, sin que esto sirva de aseveración, los primeros que aportan documentación escrita sobre el pa amb tumáquet, son los catalanes. Concretamente, Nestor Luján cita un texto catalán de 1884 en el que se habla de tan sabroso alimento. Esto invalidaría la pretensión murciana que sitúa ese origen en jornaleros que emigraron a Cataluña allá por los años 20, algo bastante posterior. Y ya, lo de los italianos, se comenta por sí mismo cuando sostienen que su origen está en el pan con aceite que se comía en la roma imperial, y que, a la llegada del tomate de las Américas, se añade en rodajas a ese básico pan con aceite. Bruschetta, creo que le llaman, y con tal argumento lo podrían reivindicar hasta Adán y Eva.
Pero entrando en harina, la del pan, y en tomate, empecemos por la versión catalana, esa que en esas tierras han convertido en una arte, casi en una religión, si nos atenemos a las complejas, explícitas y prolijas explicaciones que Leopoldo Pomés nos proporciona en su “Teoría y Práctica del Pan con Tomate”, donde además de ilustrarnos con todo detalle en cómo prepararlo, nos proporciona setenta recetas, setenta variaciones, algunas no aptas para puristas, sobre el tema.
Desde el tipo, obligatorio, de tomate, hasta las dimensiones exactas del pan, pasando por el tipo de aceite o cómo aplicar el tomate, el tratado se revela tan exhaustivo como las instrucciones para fabricar el Arca de la Alianza, el Tabernáculo, o el templo de Jerusalén. Puro arte sacro.
Este pan con tomate es indispensable en los almuerzos del levante español, de todo el levante español, incluidas las Baleares y la Comunidad Valenciana, con unas olivas y algo de embutido. Y si, después de tal degustación, las fuerzas flojean, algo de ese pan con tomate no era lo ofrecido, fijo.
Yo he tomado los mejores pa amb tumáquet en la zona de la Plana de Vic, acompañados de una fusta, surtido de embutidos de la zona, fuet, butifarra, longaniza y salchichón (no, el espetec no, el espetec es una denominación comercial de éxito, como el Kleenex, pero en embutidos), pero no puedo pasar por esto sin nombrar un templo de la gastronomía catalana en Madrid, donde el pa amb tumáquet de las pulguitas y bocadillos se prepara como la tradición manda: La Garriga.
Y sería injusto, sumidos en la salivación catalana, olvidar la otra gran especialidad del pan con tomate, extendida por Andalucía y Murcia, el pan con tomate triturado, o rallado; esa tostada que en los desayunos te sirven con el tomate recién triturado, un aceite de la zona, sal, y un tenedor. Solo el tenedor, que, en contra de lo que pensaba cierto comensal que, al ver el tenedor, pidió el cuchillo que se habían olvidado al servirle, y no podía cortar el pan, no sirve para comer la tostada, si no para pincharla y que el aceite penetre mejor en la miga. Cosas veredes, amigo Sancho, algunas veces la sabiduría popular se supera a sí misma.
Huya, si es que se lo sirven, del tomate triturado en conserva, magnífico para una pipirrana jienense, o para una ensalada murciana, pero que le quita todo el encanto a su maridaje con un pan adecuado, con bastante miga, y lo suficientemente compacto para que empape, pero no cale.
¿Y dónde comerlo? Pasee por las calles de cualquier ciudad o pueblo andaluz, o murciano, incluso por las de algunos otros lugares de España, incluido Madrid, busque una terraza que le encante, basta con que le acomode, y pida media de pan con tomate y aceite, que puede ir acompañada de jamón, de queso, de tortilla o cualquier otro aditamento disponible en el lugar, y disfrute. No hace falta más.
Del tomate en rodajas, ni voy a hablar. Si repasa párrafos anteriores ya se hará una idea de mi opinión sobre el engendro.
Solo hay un par de detalles que todos ellos tienen en común, y con los que debe de ser inflexible: El tomate debe de estar recién triturado, o recién restregado, y el pan recién cortado. El pan con tomate no soporta el paso del tiempo, a fuer de convertirse en una especie de migajón húmedo y repulsivo, cuyo tacto es incompatible con mi boca. Esos canapés de lo que sea, con una rodaja de tomate, preparados ya hace un tiempo, que te sirven como tapa, y que no sabes (yo si lo sé), si es una cortesía, o una invitación a huir despavorido, son una de las cosas más repulsivas que me pueden ofrecer (si encima va una sardina de lata, mi furia puede ser definitiva).
El placer lo merece. Escoja un tomate muy maduro, sabroso, tueste suavemente el pan, mejor un pan de hogaza, sin ojos, no tiene ni por qué llegar a dorarse, corte el tomate por la mitad y restriegue, salvo que previamente lo haya rallado o triturado, sin reparar en el esfuerzo. A continuación vierta aceite a su gusto, que su sabor sea perceptible. Pinche el pan para asegurar la correcta penetración de los fluidos en la miga, y finalice con la sal necesaria, más o menos la misma cantidad que si fuera a tomar el tomate a mordiscos. Y peque, peque sin mesura ni arrepentimiento, para luego poder confesarlo. Si me hace caso, nos veremos en el infierno, seguro, junto a unas rebanadas de pan con tomate, que además, hasta refresca.