Suele ser habitual cuando hablamos del libre albedrío, y profundizamos en su estudio, como en cualquier otro tema, encontrar posiciones contrapuestas, sin que tampoco falten las eclécticas que se mueven entre las confrontadas que, dependiendo del qué, del cómo y del cuándo, hacen que la balanza se incline hacia un lado o hacia el otro, de manera que desde el punto de vista de este análisis no son resaltables, pues se enfrascan en discusiones que no llevan a ningún lado, habida cuenta que negar o afirmar la libertad del individuo en poder elegir entre el bien y el mal, se base en hechos circunstanciales, sólo desvirtuan el concepto más que demostrar su existencia.
Tales hechos, aunque no niegan el libre albedrio pues como todo en esta vida esta influido por el entorno, sí lo hacen depender de ellos, cuando realmente de lo que se trata es de demostrar si el hombre, con independencia de factores exógenos, es poseedor o no de la voluntad o capacidad de saltarse el orden natural, entendido éste como la fuente moral de la que la ley natural busca derivar su autoridad. Ello nos lleva, necesariamente, a tomar conciencia de cuál es ese orden natural que nos puede situar en la dicotomía entre el bien y el mal.
Como corrientes filosfóficas encontramos por un lado el determinismo, el cual parte de la idea de que todo evento en el universo físico posee una causa identificable, respondiendo por lo tanto, al esquema causa-efecto. Lo que les lleva a considerar que si manejamos la suficiente información respecto a un fenómeno, podremos eventualmente determinar sus causas. Dicho de otra manera las decisiones del ser humano son producto de una configuración mental determinada por el entorno o por la composición química del cerebro. Por otro lado, el libertarismo parte de que nuestra acciones están únicamente motivadas por nuestra voluntad, y que la inherente sensación de libertad que ello implica no debe ser descartada, sino que forma un importante fenómeno de nuestra vida subjetiva, de manera que no hace falta realmente indagar respecto de los factores que inciden en nuestra conducta, sino que debemos hacernos cargo de ella y asumir las propias decisiones como individuos libres.
En todo caso, para demostrar que el individuo tiene la capacidad de elegir entre el bien y el mal debemos tomar conciencia de ambos conceptos, lo cual necesariamente nos obliga a situarnos en un orden primigenio donde ninguna fuerza exterior condicione la volunta del individuo para realizar una acción. Imaginemos para ello un recipiente vacío que pretendemos llenar de agua para almacenarla con el objeto de saciar nuestra sed, de manera que si lo hacemos de una forma indiscriminada, por tanto no basándonos en ningún orden o concierto, llegará el momento que ese recipiente se empiece a desbordar y perder el preciado líquido que se derrama, lo cual lleva al actor a deducir que si lo hace de una forma ordenada sin sobrepasar la capacidad del recipiente el agua podrá almacenarse sin desperdiciar el exceso, por lo tanto, la experiencia le lleva a deducir que la primera forma de obrar sería negativa o mala, mientras que la segunda es positiva o buena.
Pues bien, si comparamos el recipiente con el origen primigenio de las cosas y al actor con nuestra capacidad de actuar -esto es de llenar el recipiente de una u otra manera-, el resultado bueno o malo va a depender de la interiorización de la acción que se transforma en la capacidad de actuar, o lo que es lo mismo, tomar conciencia para conseguir que en el futuro actuaciones iguales o similares nos lleven a un resultado óptimo. Esto lo podemos trasladar a cualquier actuación humana y, desde luego que pueden influir un montón de factores externos que condicionen el resultado, pero no la conciencia de la acción.
Si esto lo situamos en el origen del ser humano con capacidad de actuar, la experiencia le llevará a actuar de manera correcta para obtener resultados adecuados a sus expectativas, y como ser social aceptar o adoptar otras experiencias ajenas dentro del propio grupo, con la misma finalidad de eficiencia y eficacia en el resultado, lo que al final lleva al grupo a convertir las experiencias compartidas para lograr ese mejor resultado en normas comúnmente aceptadas mediante un pacto, tácito o expreso, de quienes integran el grupo, lo que nos lleva finalmente a los filósofos contractualistas.
Como bien sabemos, en filosofía el orden natural es la fuente de la cual parte la ley natural que deriva de las relaciones naturales de los individuos en ausencia de ley que, finalmente se transforman en normas para lograr un resultado más optimo. De ella deriva el derecho natural que según los filósofos contractualista a través del pacto social se pretende una sociedad más justa, dando lugar a un código ético y normativo que debemos diferenciar, ya que el primero se mueve en la órbita social, influyendo en las normas personales de conducta que nos lleva a la moral que orbita en la esfera personal, por consiguiente, la ética sería el conjunto de directrices que definen las prácticas aceptadas. Ahora bien, el derecho como código normativo, sería el conjunto de normas de obligatorio cumplimiento que regulan la vida en sociedad; aunque tanto unas como otras pueden ser cumplidas o incumplidas con el consiguiente rechazo o castigo social con imputación de la conducta contraría a aquellas mediante la imposición de la sanción prevista en el derecho positivo, lo que nos lleva de nuevo a la conciencia del bien y del mal, y a la libertad de elegir entre uno y otro.
Desde luego que en dicha elección pueden intervenir elementos circunstanciales que condicionen o limiten la elección, pero salvo que afecten a la propia conciencia por cualquier tipo de patología psíquica anulando la toma de razón como capacidad de obrar en uno u otro sentido, impidiendo elegir entre el bien y el mal, tales elementos circunstanciales no impiden que el individuo razone, sólo que pueda inclinar o justificar una acción concreta, buscando resultados más óptimos o perjudiciales a nivel personal. En definitiva, salvo que exista una anulación endógena de la conciencia, el libre albedrío existe tanto dentro del orden natural como en el social.