El camino de la iglesia al camposanto era poco menos que una senda abierta y atravesada por pequeños regueros de agua que descendían hasta el rio. Por allí había que transitar en una procesión lenta y pesarosa hasta la ‘última morada del difunto’. Pero primero había que bajar ‘la cuesta del cementerio’. En un día de lluvia –como aquél- la situación se tornaba kafkiana. Los resbalones sobre la hierba y el barro se sucedían amenazando con provocar caídas… No paraba de imaginar que, en cualquier momento, tropezaría desplomándome con el féretro que llevaba a hombros. ¡Joder abuelo, solo me hiciste prometerte una cosa en toda tu vida… y tenía que ser esta!



Ya habían pasado unos cinco años desde que le había dicho que no. Que era una costumbre medieval. “Alguien me tiene que llevar, no me vais a dejar en un rincón… Y ya puestos, prefiero que sea alguien de la familia ¿no crees?” Tres veces no le iba a negar. ¡Y aún falta mucho, pensé!
No, no quedaba tanto. Antes de llegar la década de los noventa hice el mismo trayecto tres veces… tantas como abuelos conocí. Anastasia, esa mujer de ojos claros que solo trataba por una foto gastada, se había ido a principios de los cuarenta en medio de otra pandemia… la posguerra. Tardé más de veinte años en volver al pueblo.
Durante un tiempo recordé todo esto con los mismos colores con los que aparecía El Greco en los libros de texto: en blanco y negro. La memoria y la ignorancia muchas veces van de la mano. Hay una enorme similitud entre lo que creemos recordar… y lo que pretendemos saber. La evocación y el conocimiento acostumbran a ser una enorme estafa… con la que nos traicionamos a nosotros mismos.
Debo confesar que hasta que vi “El Expolio” (1578-79) en Toledo, no entendía muy bien la admiración que despertaba este pintor. La angustia de ese particular “sentimiento trágico de la vida” (si, yo también desgasto a Unamuno), tan asociado en los textos académicos y doctrinales con la visión mística española no me parecía más que pura retórica. Pero mi prejuicio voló en mil pedazos ante esa gran mancha roja. De repente el blanco y negro del NO-DO se tornaba en dinámica película en tecnicolor.
Una espiral de contrastes cromáticos danzaba en torno a la túnica de Cristo. Resulta difícil encontrar en la historia de la pintura una sinfonía con un desarrollo lumínico tan acertado. Es el momento anterior a la crucifixión… la muerte de las muerte que ha de redimir todos los sufrimientos. Por encima de las inusuales Tres Marías, el soldado, el orden, el Estado henchido de poder y de arrogancia revestido de frio acero nos mira. Solo otra figura nos presta atención: entre la baraúnda alguien nos señala. ¡Tú! –parece acusar-.
Mucho después, preparando una conferencia en la que quería hablar de una de mis filias, Delacroix, supe que éste había poseído (en múltiples acepciones de la palabra, supongo) una de las varias versiones de este tema efectuadas por el griego afincado en Toledo. Degas también quedó deslumbrado y habló maravillas de ella. ¡Por supuesto, aunque tras su fallecimiento tuvo que pasar casi tres siglos en la fría cripta del olvido de la historia del arte! Son las consecuencias de no trabajar para reyes y emperadores, para Papas,… para la corona o El Estado. Hoy también… no olvidemos que las grandes instituciones han suplantado a estas egregias figuras. Al menos en cuanto a visibilidad. Tampoco dejemos de lado los ingresos ¿no pedimos –urgentemente, hoy- que la administración compre obra una y otra vez?.



Animado por lo que había visto osé (poco amigo de la observancia de sepelios) acercarme hasta la Iglesia de Santo Tomé a fin de contemplar una obra cumbre… y también, puedo atreverme a afirmar, una de las mejores pinturas del siglo XVI: “El entierro del conde de Orgaz”, 1586.
Allí, en una estancia reducida para el tamaño de la pieza, es posible darse cuenta de que –en realidad- es una pintura de pinturas… Una acumulación de impresionantes retratos (en la mitad inferior). En la parte terrenal, mundana, un rostro gris se sitúa en el centro –el del difunto don Gonzalo Ruiz de Toledo, notario mayor de Castilla y señor de la Villa de Orgaz, fallecido en 1312-. Es la única evidencia de lo inerte… el resto es una profusión de vida… un tanto contenida por la solemnidad del momento… pero hasta los negros desbordan intensidad vital.
El Greco practicó el género retratístico como nadie, y aquí, en esta parte del cuadro, consuma un alarde. Como es costumbre en él, elabora fisonomías de personajes contemporáneos (que provocaron colas de espectadores en el momento, casi tantas como en la actualidad) eludiendo lo ornamental, lo secundario, cavando (si se permite la expresión) en el temperamento tras la máscara que todos mostramos al mundo. Lo que llamamos personalidad y espiritualidad no siempre debe conllevar connotaciones positivas.



Severos, elegante serenidad, aristocrática apostura. Si hay un elemento diferencial entre el retrato español frente al que se efectuaba en Europa, ese que Velázquez desarrolló hasta sus últimas consecuencias, podemos encontrarlo aquí.
Pero antes de ascender a los cielos (en este trabajo) quisiera destacar las telas ornamentales de los religiosos. Los santos que sujetan el cadáver (san Agustín y san Esteban) portan unos bloques sólidos que anclan lo celestial a tierra por medio de una exquisita ornamentación… A la derecha, el personaje que nos elevará a las alturas por medio de una etérea gasa, ligera pero con una presencia tan imponente como su propia mirada, dirigida hacia lo más sagrado.
Las manos, elegantísimas, casi parecen haber tocado lo celestial. Y es que no hay separación entre ambas dimensiones. Al menos espacial. En lo pictórico ya estamos en lo “ultranatural” ¿cómo representar sino lo sobrenatural? No se puede ejecutar con la misma técnica, de la misma manera, lo que no podemos ver… lo que solo percibimos con la fe… o con el intelecto. Porque eso es lo extremadamente vivo y lo enormemente bello. Llega a donde los místicos quieren llegar, pero utilizando la materia, los pigmentos y no la palabra.



Así llega al final de sus días, a ser capaz de expresar el Final de los tiempos, casi iniciando la modernidad Avant la lettre. ¿Qué es si no, “La visión del Apocalipsis” del Metropolitan Museum de New York. Sueños y delirios, en cuerpos recortados, dibujados y pintados a la vez. La obra que siempre quiso hacer Cézanne…
Estamos ante la apertura del quinto sello, tal y como se describe en el Apocalipsis de San Juan, capítulo sexto, versículos 9-11:
«Y cuando el Ángel abrió el quinto sello, vi debajo del altar las almas de los que habían sido muertos por la palabra de Dios y por el testimonio que ellos tenían. Y clamaban en alta voz, ¿hasta cuándo, señor, santo y verdadero, no juzgas y vengas nuestra sangre de los que moran en la tierra? Y les fueron dadas sendas ropas blancas, y fuéles dicho que reposasen todavía un poco de tiempo, hasta que se completaran sus consiervos y sus hermanos, que también habían de ser muertos como ellos.»
El escultórico y gigantesco san Juan, alza sus brazos hacia lo que no vemos, lo que está por venir… ¿llegando o ha acontecido ya? ¿Y si esos personajes son los resucitados, desnudos y sin mácula?
Fernando Marías Franco[1] nos presentaba al Greco como un artista más próximo al modelo humanístico del “pintor filósofo” que al modelo “moderno” del creador espontáneo, impulsivo… un hombre que actúa después de una serena reflexión (aunque ésta no excluya el apasionamiento): “de los ojos del alma a los ojos de la razón”. Pudiera ser así.
Pero la muerte que yo había presenciado hasta ahora se parecía mucho más a la que se puede ver en el Museo de Orsay, “El entierro de Ornans” (1849-1850), de Gustave Courbet.



Sin duda toma como tema un acontecimiento de carácter religioso, alude al papel de la iglesia como autoridad social, pero refleja, también, las tensiones internas de esta sociedad y sus ambigüedades.
La pintura trata de religión, pero no es religiosa… ya no. Evidentemente no deja de ser solemne -o al menos de presentar el acontecimiento como tal-, pero también hay un alto grado de sátira. Se mueve en esa laguna en la que nuestra sociedad nada dando círculos una y otra vez… la de la indefinición. Encontramos a un grupo abigarrado, numeroso, aparentemente unido. ¡Esa es la clave, la apariencia de unidad… por que una y otra vez demostramos lo contrario!
Los rostros de sus personajes no manifiestan apenas interés, no expresan emociones concretas,… son gestos aprendidos, estereotipados. No hay ni tragedia ni comedia. Es manifiesta ambigüedad, indeterminación.
Tampoco hay devoción religiosa por mucho pañuelo que se dirija a los ojos y a la nariz. Lo que une les une es su pertenencia a un grupo social. Lejos queda la meditación sobre la muerte. Es la sociedad rural, con todo lo que conlleva… mezcla de campesinado y burguesía… orden y desacuerdo… sentimiento de pena tamizado por una fuerte sátira. La muerte que todo lo redime. Defunciones que santifican. ¡Qué bueno era! ¡Has de fallecer si quieres que hablen bien de ti, al menos en sociedad!
Un entorno mucho más degradante de lo que nos atrevemos a confesar.
Es una pintura moderna. Es una pieza política. Y a diferencia de la brecha de comprensión que existe en nuestros días respecto a la legibilidad y comprensión del arte contemporáneo, el público no especializado de París podía acercarse fácilmente. Con un simple vistazo reconocían un ambiente que les resultaba familiar (no siempre lo conocido es querido o añorado) ya que muchos de ellos se habían trasladado desde el campo buscando una vida mejor… que habitualmente se mostraba esquiva en una especie de maldición hereditaria… ¡Pero capaces de interpretar y afrontar una realidad social vergonzosa!



Memoria e ignorancia… recuerdos y conocimiento. Puede que todo sea una mentira que nos contamos…
Me explico a mi mismo que Teodoro (mi abuelo) vino con Serapia (mi abuela) a pasar un tiempo con nosotros a la ciudad. En realidad debió venir a morir aquí (ya estaba enfermo). Se levantaba de la cama (no se cómo) y andaba por el corto pasillo de casa andando y desandando un paseo (tampoco me explico de donde sacaba las fuerzas) que se parece en demasía al que hacemos todos estos días.
Está enterrado en su pueblo (lo llevamos, por supuesto). En su cementerio… ese al que se va bajando la cuesta.
A mis abuelos (que están juntos –literalmente- en el camposanto, charlando de sus cosas –imagino- y enfadados –estoy seguro, al menos Feliciano- por cómo lo estamos haciendo) les hubiese fascinado El Greco aunque es un mundo que ni podían imaginar (yo tampoco hasta que estuve delante de su obra)… de haber podido ver alguno. Courbet lo hubiesen entendido sin necesidad de explicarles nada. El entorno rural en el que vivieron y (exceptuando visitas turísticas a dos o tres sitios de Barcelona) la ciudad que retrata como nadie Joan Guerrero apenas diferían en el número de habitantes. Y es que, tal y como describe Javier Pérez Andújar:
“Sabía que nada de eso iba a cambiar. Que los viejos que se juntaban en el solar y que se sentaban en esas sillas rotas seguirían allí para siempre, como si hubieran sido fijados en una fotografía. El hablar de los viejos, contarse cosas del campo entre los claros que dejan los bloques. Juntarse para echar un rato pegando la hebra, porque hablar es la conferencia del pobre. O para jugar a las cartas, o para asar patatas en el suelo. Hombres que no han mudado la piel y por eso sus ropas son campesinas. Ese vestirse como si nada hubiera cambiado, como si la ciudad fuese una nube, una racha de mal tiempo que tarde o temprano va a pasar y todo volverá a ser normal. Pero no. Aquellos hombres iban a quedarse normales en una normalidad que ya no era la suya. O sí. Era la suya, pero la estaban construyendo. Gente urbana vestida de labradores; colinas coronadas con edificios de cemento desnudo. La normalidad es algo que no se puede cambiar.” [2]



Cumplí la promesa que hice… Hace mucho ya.
En estos dos meses he sabido de la pérdida de más de una docena de personas. Tarde. Casi siempre por una llamada o un WhatsApp rápido. ¿Para qué iba a avisar, si de todas formas no puedes venir?, sueles oír o leer al otro lado de la pantalla. ¡Ni darte un abrazo, o un beso, o…! –piensas-.
No, no todos eran mayores,… ni estaban en residencias. O pertenecían a un grupo de riesgo (otra enorme vaguedad).
Sigo sintiendo lo mismo ante la ceremonia social de los entierros. Sigo pensando ¡lo mismo! de la mayoría de las personas que no se pierden uno. Ni vamos a salir mejores ni vamos a querer dejar de bailar sobre la tumba de los que nos caen mal.[3] ¡La condición humana!
Pero escenas como la de Héctor Guerrero se han repetido a millares en nuestro país. Apenas se han visto, claro. ¡El respeto a las familias!
De los cuerpos para que hablar. ¡Pornografía, he leído… y oído a gritos en radio, televisión!
Sin embargo había que animar a la población así que música… que la orquesta toque bien alto… todos a cantar… no hay que permitir que la depresión haga mella (aconsejan los expertos)… los balcones tiemblan ante los saltos de epilépticos bailarines que combaten el desasosiego…
Los vecinos de la portería de enfrente han perdido a su padre ¡Cuánto lo siento! ¡Todos juntos, más alto,… Resistiré…! La señora del ático también ha muerto esta mañana…
A quién le importa, ¡Mañana empieza una nueva normalidad!…
¿No será un Nuevo Orden?
Abuelos,… hoy casi me corto el pelo.
Como afirmó el amigo y criticó de El Greco, el poeta trinitario descalzo Fray Hortensio Félix de Paravicino:
«Con la muerte, eternidades.»
Y es que, tal y como dice Barbara Kruger:
UN CADAVER NO ES UN CLIENTE



Quería recordar con todo el cariño del que soy capaz a los viejos (los míos -desde luego- y a muchos otros que conocí y admiré)…
A los que se fueron en su momento y que no eran santos, ni guerreros, ni demonios,… Ni ellas diosas, ni brujas, ni ‘chamanas’,… Ni tuvieron tiempo, ni les hizo falta.
Y a tantas y tantas tantas personas que se alejan en estos momentos… antes de que empecemos a hacer eso que se nos da tan bien a los vivos… ¡Mentir para olvidar!.
A mi me engañareis con la nuevas normalidades… a mis abuelos… y a los vuestros…¡No!
Quería hablar de arte también. Quizás lo he hecho. No mucho. ¡Estaba de entierro!
* Mientras escribía sonaba una y otra vez, desesperada y obsesivamente, Ashes to Ashes, David Bowie, 1980. (Podéis hacer lo mismo… o no)
[1] «El pensamiento artístico del Greco: de los ojos del alma a los ojos de la razón», en J. Álvarez Lopera (ed.), “El Greco. Identidad y transformación. Creta. Italia. España”, cat. exp., Madrid, Fundación Colección Thyssen-Bornemisza, 1999.
[2] Milagro en Barcelona con fotografías de Joan Guerrero Luque (Barcelona, Editorial Ariel, 2014)
[3] Dos hermanos que se dedican a bailar claqué, hablan de un matón que ha amenazado a uno de ellos: “Tú solo no puedes matarle…, pero puedes bailar sobre su tumba”. “Lo mataré con mis zapatos de claqué.” Cotton Club, (1984). Película dirigida por Francis Ford Coppola – protagonizada por Richard Gere, Gregory Hines, Diane Lane, Bob Hoskins, Nicolas Cage, James Remar y Laurence Fishburne en los papeles principales.