La rabia es la expresión, siempre excesiva, siempre desaforada, de la indignación y la impotencia, y hoy me siento a escribirte lleno de rabia, con la impotencia que llena de lágrimas mis ojos éticos, con la indignación que esta caterva de pequeñas mentes, apóstoles de las pequeñas violencias, máximos responsables de la gran violencia que nos va invadiendo, que nos va arrasando, que nos está degradando, creadores de un futuro sin esperanza, me produce.
Con rabia, con indignación, con un asco que me sume en una nausea ética, contemplo a los máximos responsables, a los profetas del odio a los diferentes, del odio a los disidentes, del odio a los que disienten, desde sus púlpitos populistas en los que predican la intolerancia hacia los intolerantes – los otros intolerantes-, el odio hacia los que odian –los otros que odian-, la persecución de los que persiguen –los otros que persiguen-, a los que han contribuido, y contribuyen, a la creación de una sociedad frentista e intolerante, radical, capaz de degradar de su esencia humana a cualquiera que se muestre diferente, indiferente a su mensaje, que encuentra en la violencia su última expresión, su última barrera a la deshumanización de todo el que se mueva, intentar hacerse dueños del dolor que en una gran parte ellos mismos han contribuido a crear.
La humanidad, al menos la humanidad en la que yo intento creer, no puede moverse, enfangada hasta más arriba de la cabeza, en el odio permanente, en la soflama ideológica que llama sin recato, supongo que amparada en una falta lamentable de formación, de educación, de capacidad de criterio independiente, al odio, al exterminio, ladino, insinuado, pero firme, de todo el que no comparta las ideas de la manada, en este caso de la jauría.
Y no es la muerte de un chico ayer, de otro la semana pasada, de una cantidad de niños a manos de sus tutores, de seres humanos, principalmente mujeres, a manos de sus parejas, de jóvenes que solo habían salido a divertirse, en un goteo permanente que revela la insanidad del mensaje difundido, el frentismo inmoral, antiético, utilista, en el que la conveniencia de unos pocos arrastra a unos muchos, no, es la rabia de no saber cómo desenmascarar a aquellos cuyas máscaras son tan evidentes, tan bochornosas que apenas dejan la posibilidad de salvar a los que les aplauden, a los que les compran el mensaje, a los que los aúpan hasta lugares prominentes desde los que la difusión de su mensaje de lesa humanidad, en nombre de la humanidad misma, en nombre de la paz que conculcan, de la concordia que niegan con sus actos, es aún más lesivo.
La vida pública es una llamada permanente al odio. Las redes sociales son una proclama permanente de una cruzada de media humanidad contra la otra media. Y además hay gente, gente que sacada al terreno individual, al vis a vis, a la dimensión de persona sin aplausos, es buena gente, que envuelta en banderas que anulan el criterio se erigen en portavoces, en altavoces, de esa violencia ética que, de forma inevitable, desemboca en la violencia física.
Posiblemente, casi seguro, que la mayoría de ellos reniegan de la violencia física, de la violencia mortal y física, que va convirtiéndose en una lacra vergonzante, pero no es menos cierto que son incapaces de aceptar la responsabilidad del mensaje que difunden en este estado de cosas.
No existe la violencia física, no llega a producirse el nivel del odio necesario para matar, sin que antes se haya producido un desarme moral, o exista una dolencia que inhiba, o confunda, los sentimientos. Ni siquiera en la guerra, en las batallas, se priva a los combatientes de mensajes, de soflamas, que les permitan odiar al enemigo antes de lanzarse a buscar su muerte.
Recuerdo antaño, en tiempos no tan lejanos, las peleas, a veces batallas, entre pandillas, entre barrios, entre pueblos cercanos, con cita previa y protocolo de enfrentamiento. Ese protocolo, esas reglas, que sin necesidad de pacto o comunicación, eran acatadas por todos y permitían la ayuda al rival vencido, la finalización inmediata ante un resultado evidente, e, incluso, el comentario compartido, acabada la contienda, del desarrollo de los hechos, incluso con comentarios previos sobre el resultado de la próxima contienda, aún no convocada. Era violencia sin odio, tal vez no deseable, tampoco deseable, no siempre tan inocente como la describo, pero no tenía otro substrato que el territorio, que el juego iniciático, tribal, del guerrero.
A lo que asistimos a día de hoy es a una violencia con rencor, con saña, con odio, con lesa humanidad, a una violencia incontenible que se libera de frustraciones, de incapacidades, de inhumanidades, de intolerancias alimentadas desde los actos y los mensajes permanente recibidos, permanentemente acumulados, permanentemente deformados, que van creando una necesidad incontenible de liberar toda esa basura ideológica, dogmática, inhumana, sobre el primero que se cruza.
Hay pocos inocentes en estas historias, tan pocos que, salvando a la víctima, yo no me atrevería a salvar a ninguno, empezando por aquellos que ahora se ponen el traje de gritar unos cuantos mensajes de odio reclamando justicia para alguien que tal vez nunca habría estado entre los que gritan en su nombre. El odio alimenta al odio, y la violencia es su consecuencia.