- Reflexión que no necesita de ninguna ajena.
“Maldigo la poesía concebida como un lujo cultural por los neutrales, que lavándose las manos se desentienden y evaden, maldigo la poesía de quién no toma partido hasta mancharse” Celaya dixit.
La pertenencia, en realidad el sesgo, es lo que hace que haya una parte dogmática de la sociedad que opina que los neutrales son todos aquellos que no se colocan en su posición intolerante, narcisista ideológicamente hablando, autocomplaciente, porque desde su atril dogmático-docente son absolutamente incapaces de asumir que haya mundo, ni razón, fuera de su mundo y de su razón, porque son absolutamente refractarios a la libertad de pensar fuera de las estructuras predeterminadas del pensamiento afín.
Y confunden la no alineación con la neutralidad. Y confunden la razón con su razón. Y confunden, porque no son capaces de cuestionar sus propias convicciones, paso inicial del librepensamiento, el dogma con la verdad, lo que los incapacita para intentar encontrar el resquicio de la razón ajena. Y confunden la neutralidad, o la equidistancia, culpable con la náusea que produce el dogmatismo. Y confunden la neutralidad con el absoluto rechazo a las mentiras inamovibles que sustentan las ideologías.
“El centro, es aquel punto desde el que ningún experto puede equivocarse”. No lo digo yo, es una de las máximas del simbolismo y del libre pensamiento, y, desde luego, las ideologías no están en el centro, están sesgadas, tan sesgadas como las miradas de los que viven bajo las convicciones de sus razones.
Predican los sesgados, que el odio es patrimonio de los del sesgo contrario, y argumentan que los únicos odios reconocibles son los que se han producido sobre los regímenes de ideología contraria, y en esa ideología, como si todos fuéramos tontos, meten sin mesura ni empacho a todos aquellos que no pertenecen su forma sesgada de ver el mundo.
Así, unos consideran que todo lo que esté a la izquierda de la social democracia, en los casos más radicales incluyen a la social democracia misma, es extrema izquierda, los “social-comunistas”, mientras que los otros consideran que todos los que están a la derecha son “fascistas”. Tampoco es que argumenten mucho para demostrarlo. Tampoco es que les preocupe mucho argumentarlo, ni siquiera se plantean si hay argumentos. Tampoco es que cuando lo intentan pasen mucho más allá del panfleto o el eslogan proporcionado por los grandes pensadores de su sesgo. Y esa es una forma de detectarlos. Si en vez de proponer disponen, si en vez de exponer predican, si solo ven virtudes en lo propio y maldades en lo ajeno, no cabe duda, estamos ante los dogmáticos.
Lo habitual es argumentar sobre la perversidad ajena, usando como argumento irrebatible de su maldad intrínseca los muertos históricos, olvidándose de los propios, justificando los propios como si fueran muertos necesarios, muertos por su propia elección, por su culpa. Nadie muere por su culpa, ni siquiera los suicidas, en la mayor parte de las ocasiones. Y yo en temas de muerte soy muy simple. Si alguien mata a otro es un asesino, para empezar. Y a la hora de contar muertos trabajo en base 1, es decir, o hay cero muertos o hay muchos más muertos de los que yo soy capaz de tolerar.
Oí en una entrevista a un encumbrado “intelectual de izquierdas” como justificaba la superioridad moral de la izquierda, su progresía, con argumentos muy parecidos a los que en su momento oí usar a Blas Piñar para reclamar el inmovilismo de la extrema derecha, la convicción absoluta de la verdad propia. Porque la ceguera dogmática, la venda ideológica, el sesgo del pensamiento aupado en una columna de sabiduría y razón autoconcedidas, no permite más visión que la que el ideario marca como límite de lo permitido.
Yo no me desentiendo, ni evado, combato la mentira dogmática de las ideologías con todos los medios a mi alcance, y mi rechazo no es cultural, ni neutral, ni equidistante, ni tibio, es rabioso, es beligerante, y es extremadamente crítico con aquellos que se acunan en la autocomplacencia, mientras odian y siembran el odio, practican la intransigencia y miran hacia otro lado cuando las consecuencias de su sesgo se traducen en muertes, en muertos, de los que yo los considero corresponsables.
Las ideologías son un planteamiento plano del pensamiento, un planteamiento en un eje x-y, izquierda-derecha, que incapacita para transitar por el eje z del pensamiento libre, que incapacita para salirse de las dos dimensiones que niegan la tercera, porque no está descrita, ni siquiera prevista, por los que piensan por ellos.
Parafraseando a Celaya, desde la distancia técnica que nos separa: maldigo las ideologías concebidas como un arma de opresión contra los pueblos, maldigo a los que las defienden sin reparar en sus daños, ni reparar en sus duelos.
Lo triste, lo patético, lo irreparable, es comprobar como el mundo se mueve hacia un feudalismo tecnológico, hacia una opresión feroz en un ambiente falsamente libre, en el que las únicas preocupaciones de las ideologías son: su supervivencia por encima de valores y justicias, y el debate que determinará si la nueva aristocracia será económica o ideológica. Es triste ver día a día como las ideologías, y sus militantes, nos llevan de enfrentamiento en enfrentamiento, de mentira en mentira, de utopía en utopía, hacia un mundo distópico del que tardaremos mucho en poder salir, si es que llegamos a hacerlo. No sé si esa distopía se parecerá al 1984 de Orwell, o al Cuento de la Criada, pero ninguna de ellas me resulta admisible. Yo preferiría vivir en uno de los mundos ácratas, suavemente rurales, utópicos, que describe Ursula K. Leguin en sus novelas.
No quiero un mundo dominado por un estado administrado por un partido, no quiero vivir en un estado dominado por las grandes corporaciones, no quiero un mundo en el que unos cuantos determinan el grado de libertad, el grado de equidad, el grado de justicia que pueden tolerarse según las circunstancias y conveniencias de la élite gobernante. Quiero un mundo de ciudadanos, un mundo de libertad no administrada, de equidad homologable, de justicia asumida. Y eso no me lo permite, no me lo consiente, no me lo tolera ninguna ideología, cuerpos de moral impuesta y ajena a la libertad, a la igualdad y a la fraternidad, aunque las invoquen para vaciarlas de contenido.
Al final, amigo mío, el sesgo no es otra cosa que la incapacidad de ver los errores propios y las virtudes ajenas. O sea, la consecuencia inevitable de los dogmas. Y los dogmáticos son sus profetas.