El respeto, como te iba diciendo, es un ente escurridizo, una pretensión que no siempre se enfoca de la forma adecuada. El respeto es un sentimiento de aceptación que debería de producirse de forma mutua, pero que no siempre sucede de esa forma. De hecho lo más habitual es que se exija respeto por parte de quién no se lo concede a los demás.
A mí, personalmente, siempre me ha parecido que quien exige respeto se hace acreedor a la falta de respeto. El respeto, como el cariño verdadero, ni se compra ni se vende, se consigue o se otorga sin que haya una necesidad, una posibilidad, de demanda.
El respeto solo puede emanar de una actitud firme y coherente, de una rectitud proverbial, de una bonhomía contrastada, y difícilmente se da cuando el demandante incurre en una sistemática falta de respeto a los demás.
Tal vez, en realidad estoy seguro, ese sea el origen de la absoluta falta de respetabilidad de nuestros próceres, de esos personajes públicos y notorios, que tienen la pretensión de representarnos, y que, con su sistemática falta de respeto haca la verdad, hacia la palabra, y hacia todos aquellos que no comulguen con sus ideas, se hacen acreedores a una patética falta de respetabilidad.
El respeto, es un valor educativo que, como tantos otros, la libertad, la tolerancia, la cortesía, ha caído en un absoluto abandono, en una sistemática tergiversación, en una pretensión unidireccional que se niega tanto como se demanda. Oigo hablar de todos estos valores con una pasmosa falta de criterio, con una incapacidad básica para reconocer su esencia, cuanto menos su presencia.
Oigo hablar de libertad propia, sea individual o colectiva, a los mismos que sin abandonar el discurso consideran que su libertad pasa por el recorte, o la anulación, de la libertad ajena. Leo y escucho, con pasmo reiterado, hablar de tolerancia, mientras se invoca que esa tolerancia solo sea aplicable a los afines. Me asaltan desde distintos medios, desde todos los medios a mi alcance, dignidades ofendidas por la falta de cortesía, que se lamentan de ello incurriendo en una ofensiva falta de cortesía. Llegan a mis oídos palabras de dignidades ofendidas, exigiendo respeto, que apenas dos palabras antes han negado esa dignidad y ese respeto a los que ahora se lo exigen. Eso, para mí, se llama incoherencia, soberbia, y me merece una absoluta falta de respeto.
Me asombra, aunque mi capacidad de asombro empieza a verse muy mermada, que alguien que se permite el insulto directo a cientos de miles, a millones de personas, se asombre de que esos cientos de miles, millones, de personas a las que ha insultado se sientan concernidas y le devuelvan el sentimiento. Lo primero me parece una provocación, lo segundo una falacia.
Es verdad que el anonimato de las redes sociales, el aislamiento de los electos respecto a sus votantes, el encastillamiento de aquellos que solo se mueven entre afines dispuestos a aplaudir, a jalear, cualquier ocurrencia próxima, tiene como consecuencia una falta de perspectiva que lleva inevitablemente a una falta de empatía con el grupo social al que se vilipendia, y en el que, como en cualquier otro grupo, hay gente encomiable y personas deleznables. De todo hay en la viña del señor. De todo hay en las diferentes viñas de los diferentes señores.
Estoy convencido, aunque no en el caso de los profesionales del insulto, de la falta de respeto, de la inquina, que suelen liderar estos movimientos, de que la mayoría de las personas que los jalean, que los suscriben y difunden, serían incapaces de esas actitudes, cara a cara y con personas de su entorno. Pero el anonimato, la falta de cara y el desconocimiento del nombre del insultable, son fundamentales para este tipo de actitudes. Para las actitudes de falta de respeto colectivo.
Si, al final, y tal como íbamos hablando, el respeto se está convirtiendo en nuestra sociedad, en nuestro tiempo, en una rara avis que suele mencionar quién nunca la ha visto. Y si no hay respeto, si no se respeta la libertad ajena, si no se fomenta la tolerancia con los no afines, si no se actúa con una cortesía imprescindible ¿de qué convivencia vamos a permitirnos hablar?
Claro que, cuando la convivencia se pone en duda, en riesgo, al borde del precipicio ¿Cuántos caminos quedan? ¿Nos dejan? ¿Cuántos futuros posibles?
¡Y olé..!