CARTAS SIN FRANQUEO (XXIV)- LA FATALIDAD

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La fatalidad no es un compañero de camino agradable. Nos hace sentir ignorantes, nos hace sentir impotentes, nos hace sentir vulnerables, nos hace sentir predestinados, y ninguno de estos sentimientos contribuye a la felicidad. Por eso, cuando me hablabas de que te habían llamado para vacunarte, y con absoluta fatalidad me decías que te preocupaban las consecuencias, pero todavía más las de tomar la decisión de no hacerlo, tu cara, tus palabras, no resultaban especialmente felices, no brillaban en ellas la esperanza de la salud, o la esperanza de la normalidad, antes parecía traslucir la resignación de pasar por algo que te atemorizaba pero, y son palabras tuyas, que si no aceptabas podían convertirte en una suerte de apestado social. Te entiendo porque yo me siento exactamente igual, debatiéndome entre la responsabilidad de seguir las indicaciones oficiales, y la responsabilidad de rebelarme ante una continua verdad variable.

No soy un héroe de tragedia clásica que enfrenta a la fatalidad como un destino inevitable de su vida. No me siento necesitado de ser Edipo o Antígona. No pretendo ser ningún tipo de héroe de cualquier tipo de tragedia, sea del tiempo que sea, me basta con ser reo de mis propias decisiones, o descuidos, y enfrentar mi vida sin necesidad de hacer grandes gestas. Ni creo que nadie lo sea, pero al final, parece que somos reos de un destino que nada tiene que ver con los dioses, o los hados, o ningún ente sobrenatural que acose nuestra vida. Nuestros gestores de destinos parecen tener nombres de laboratorios, de laboratorios farmacéuticos, de laboratorios cuyos trabajos tienen oscuros fines militares, que manejan los hilos de nuestros políticos y, como consecuencia los nuestros.

Hemos pasado de ser animales sociales, a ser animales reos de la sociedad que ellos mismos han permitido crear. Y en esas estamos, llamando fatalidad a los designios consecuencia de acciones sobre las que no tenemos ningún control.

Pero ser consciente, seguramente conscientes, de todo esto, ni me alivia, ni aligera el sentimiento de estar atrapado, de ser cobaya de un inmenso experimento en el que el premio final no es un trozo de queso, ni la motivación es el apetito, sino una pretendida salud y el miedo, un miedo inducido, un miedo en algunos casos incontrolable.

Ese mismo miedo que hace que tomar la decisión de no aceptar el chantaje, de no aceptar la inducida predestinación, me puede situar como diana de aquellos que compran las razones oficiales, sin importar las que sean, simplemente por quienes las dicen,  y por aquellos otros que han hecho del miedo un compañero indeseado de su vida cotidiana. Es arriesgarse a ser señalado, cuando no cuestionado o rechazado, por personas importantes en tu vida. No quiero ser el capitán Ahab de esta pandemia, pero me siento como tal, atrapado entre la sinrazón del desafío y la imposibilidad de enfrentarme a él.

Pero si las consecuencias sociales son indeseadas ¿puedo ignorar las familiares? ¿Puedo correr el riesgo de actuar con la integridad que deseo y sentirme en algún momento responsable del contagio de alguien cercano? ¿Puedo tolerar la idea de enfrentarme a tal responsabilidad?

“La fatalidad no pesa sobre el hombre cada vez que hace algo; pero pesa sobre él, a menos que haga algo.” (G.K. Chesterton)

La fatalidad viene de la inacción, porque la acción significa sometimiento o libertad, y la libertad siempre tiene un precio que, en este caso, parece que siendo inalcanzable, cotiza al alza.

En las películas, los malos, los malos malos, siempre amenazan al protagonista bueno con su familia, y es ese retorcimiento moral, el chantaje emocional de los inocentes, el que obliga a tomar determinaciones contrarias a lo correcto.

Nosotros, ni tú, ni yo, ni la mayoría de los renuentes, quisiéramos ser reos de la fatalidad de una situación que tiene poco de casual, pero nuestros malditos, e interesados  hados, han diseñado un escenario en el que es imposible un triunfo ético  individual, y por tanto lo somos, reos de la mentira, reos de una enfermedad impostada, reos de la ineficacia, reos del miedo.

Posiblemente muchos enfrentemos nuestro destino cediendo al chantaje emocional, a la amargura de la fatalidad, siendo conscientes de que habría bastado con la verdad, con la confianza, para liberarnos de esta pesadumbre. Pero la verdad es una actitud en desuso y reclamarla una utopía.

Si, supongo que finalmente me vacunaré, finalmente la fatalidad me llevará a ceder mi brazo para un pinchazo cuyas consecuencias médicas desconozco en aras de evitar unas consecuencias sociales y familiares indeseadas. Me vacunaré contra el COVID y al mismo tiempo contra un sistema indeseable y mentiroso, que algunos quieren llamar democracia.

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