CARTAS SIN FRANQUEO (XV)-IGUALDAD O EQUIDAD

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Comentando el otro día la carta sobre el populismo, surgió el tema de la libertad, y te escribí reflexionando sobre ella, y enredando, enredando, hemos llegado a la igualdad, porque al fin y a la postre no puede existir libertad sin igualdad, ni igualdad sin libertad, ni ninguna de las dos si existe un clima populista. Tu respuesta me hace de nuevo ponerme a escribirte estas letras. No, no existe la libertad si no existen: la equidad, la justicia y la tolerancia, pero en ese caso estamos hablando de una libertad colectiva, de una convivencia libertaria.

Tal como ya te he dicho, la libertad absoluta no existe, ni siquiera a nivel individual, porque el hombre tiene carencias que sus deseos no suplen. Por más que yo desee ciertas cosas mi encarnadura no me las permite, al menos no naturalmente, y por tanto tendré libertad para imaginarme ser Juan Salvador Gaviota,  El Principito, o Tarzán, pero mis limitaciones físicas se impondrán a mi libertad intelectual a la hora de hacerlo realidad. Y si la libertad individual no existe, que tendría que decirte de la colectiva en la que es más importante el punto de renuncia, que la libertad absoluta.

Pero tú me hablabas de igualdad, de lo importante que es la igualdad a la hora de que podamos ser libres. Tu razonamiento es impecable: “En un mundo en el que todos sean iguales, todos serán libres”. Tu razonamiento es tan impecable como lo son los argumentos intelectuales imposibles de plasmar en la realidad.

A mí se me ocurren dos preguntas que hacen tambalear la igualdad al nivel más íntimo ¿Tienes los mismos sentimientos hacia todas las personas? ¿Tendrías, en función de tu respuesta, que negar tus sentimientos en una sociedad igualitaria?

La igualdad, perdón, la Igualdad, así con mayúscula, es una entelequia, un deseo utópico que nos marca una meta hacia la que caminar, pero que es imposible de alcanzar. Las virtudes, los ideales, están concebidos como metas irrealizables, y no como objetivos alcanzables, y menos, como parecen pensar algunos, a corto plazo. Pero, como todos los grandes ideales, la igualdad tiene una forma humana de expresarse, un ideal alcanzable por el que sí se puede luchar a diario y al que se puede, y debe de aspirar, la equidad.

¿Es lo mismo? No, no es lo mismo, la equidad es la forma más justa de acercarse a la igualdad. Sí, ya sé que ciertos intelectuales de salón, y ciertos practicantes del populismo, rechazan que la equidad sea suficiente. No es menos cierto que yo sospecho que no tienen ninguna voluntad real de asomarse a la una, ni a la otra, y todo su esfuerzo no tiene otro objetivo que el propio medraje, que el lucimiento personal.

Aunque inicialmente, tanto una como otra buscan la forma de que todos tengan acceso a todo, una idea igualitaria niega, a priori, cualquier derecho o diferencia individual que matice o enfatice ninguna diferencia en el reparto, en tanto una sociedad equitativa reconoce como derechos reguladores de reparto, la propiedad, la capacidad, el compromiso y la utilidad. Una sociedad igualitaria aplica el reparto ciego de la cantidad entre el número, una sociedad equitativa establece un máximo y un mínimo acceso a la riqueza generada que impida brechas que provoquen clases.

¿Cuál es más justa de las dos? A priori, si todos los individuos son iguales, la igualitaria, pero, basta mirar alrededor, para, sin salir de nuestro mundo cotidiano, formado por individuos con diferentes grados de capacidades, según las tareas a desarrollar, e incluso de discapacidades, para preguntarse ¿Cómo se gestiona la igualdad cuando la realidad la impide? ¿Por dónde igualamos, por capacidades, o por discapacidades? ¿Por habilidades o por torpezas? O, como parece ser la idea más aceptada ¿intentamos instalarnos en la mediocridad de proscribir la excelencia, de tapar y disimular las carencias, en aras de evitar la diferencia? La realidad nos acerca a la sociedad equitativa.

La equidad, esa a la que normalmente se menosprecia, porque hay palabras más rimbombantes que otras, consiste en lograr un sistema donde las inevitables diferencias no se conviertan en privilegios, donde la tenencia no se convierta en acaparación, donde la propiedad no es apropiación, donde la excelencia no se convierte en prominencia, donde la capacidad no se convierta en poder. La igualdad, la que nos venden en algunas esquinas, la de los mítines y las ideologías, no suele ser otra cosa que una añagaza en la que se pretende que deleguemos en unos privilegiados que decidirán por nosotros que es nuestro y que es de todos, empezando por ellos, y se niegan conceptos como la propiedad, el compromiso, la capacidad o la individualidad.

Al final, como casi todas las cosas en esta vida, y en las otras previsibles, todo es cuestión de verbos, todo es elegir entre repartir y compartir, entre imponer y convencer, entre conseguir y esperar, entre merecer y recibir.

Yo, sinceramente, prefiero una sociedad en la que pueda compartir lo mío, y lo ajeno, convencido de lo que estoy haciendo y de que se respetan mis méritos y los de los demás, a una sociedad en la que se impone el repartirlo todo, lo que supone una estructura de reparto y otra que determina el sistema de reparto y el establecimiento de clases que niegan la igualdad que pretenden buscar en aras de una igualdad que acaba siendo puramente nominativa, y en la que conseguir dirigir el reparto será un objetivo que permitirá preponderancia y privilegios. Dice el dicho que “el que parte y reparte se lleva la mejor parte”, por algo será.

Mi imperfecto ser, mi percepción de esa imperfección, me hace declararme partidario de la equidad, de una equidad siempre ansiosa de una Igualdad no administrada por sacerdotes, por privilegiados que se sienten con capacidad, habitualmente con necesidad, de pensar por los demás y de decidir lo que le conviene y no le conviene a los otros, a nosotros.

Parafraseando a la bruja avería: “viva la equidad, viva la hermandad, viva la justicia social, abajo los duendes que hablan de su igualdad”.

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