Se pueden decir muchas cosas, y se pueden decir de muchas maneras, porque, a veces, en la forma de elegir como se dice está la verdadera esencia de lo dicho. Si, ya lo sé, parece un trabalenguas, pero no es eso lo que pretendía, si no poner la vista en las formas, que suelen ser reveladoras.
Hablábamos, como tantas veces, sobre la deriva indeseada de esta sociedad, política, social, ética y económicamente hablando. Sobre la decadencia evidente de la postura de reclamar derechos sin comprometerse con las obligaciones, o comprometiéndose, siempre y cuando esa obligaciones se le impongan a los ajenos. Hablábamos, como tantas veces antes, de la mediocridad de los dirigentes que intentan trasladar a una sociedad adocenada, dormida, que espera permanentemente a que sean los demás los que hagan lo que, en estricta realidad, les correspondería hacer a ellos: luchar, reclamar, exigir, su propia mediocridad.
Pero, como tantas veces en nuestras conversaciones, y en otras, solemos referirnos a nuestra escala de valores como punto de referencia para el análisis, y esa es una postura perversa, torticera. Cada uno es dueño de su escala de valores, si es que es consciente de que la tiene, y cada uno debe de exigirse a sí mismo, y no a los demás, en función de ella, pero solemos hacerlo justo al revés, exigimos a los demás en función de nuestras convicciones y no toleramos que los demás puedan tener otras diferentes, y puedan planteárnoslas como alternativa. Mal negocio.
Y en estas formas, en esta manera de enfocar nuestras relaciones, es donde mejor se puede observar el mal profundo que nos afecta. Somos reos, tal vez hasta la muerte, de la ética comparada.
Se supone, y no pasa, salvo en las inevitables y venturosas excepciones, de ser una suposición, que uno de los principales anhelos del hombre es la superación, personal y colectiva. Según esto todo ser humano debe de tender a superar sus imperfecciones y alcanzar una plenitud espiritual y social que le permita una felicidad plausible, de eso iban, inicialmente, las religiones, de facilitar un método de superación personal y social.
Pero lo que vivimos día a día, lo que día a día nos encontramos en nuestro entorno es una aplicación perversa de este principio, una preocupación torticera y dañina por la ética comparada, por el análisis sistemático de la forma de actuar, de actuar mal, ajena para justificar la propia.
No importa robar, siempre y cuando podamos decir que ha habido otro que también ha robado. No importa mentir, siempre y cuando podamos argumentar que otro ha mentido. No importa engañar si ha habido alguien que ha engañado antes y ha dejado abierta la puerta a que todos nos convirtamos en ladrones, en mentirosos, en falsos.
¿Qué enseñanza ética, qué perfeccionamiento, qué ejemplo, podremos obtener de alguien que acusado de cualquier conducta indebida, no la desmiente, no, si no que argumenta la impropia conducta ajena? ¿Es ese, realmente, el camino correcto para alcanzar ciertas metas? ¿Qué se puede esperar de alguien que en vez de asumir las responsabilidades de sus actos, se escuda en los actos ajenos para sortearlas?
- Tú eres un asesino
- Tú has matado a doscientos.
¿Realmente importa a cuantos, cuando, con qué motivo, alguien ha matado a gente? ¿O lo realmente importantes es que hay gente que ha privado de la vida a otros? ¿A partir de cuántos muertos, en qué circunstancias, con qué argumentos, alguien debe de ser considerado un asesino? ¿Nunca porque ya ha habido otro que ha matado a alguien, o que ha matado a más, o que ha matado con unos argumentos que nos son más simpáticos?
Personalmente creo que la ética no funciona así. Personalmente creo que la ética debe de tener un nivel de autoexigencia tal, que nunca la conducta ajena puede justificar los actos propios. Personalmente creo que la ética comparada es un invento de sinvergüenzas, de desahogados, que buscan un espejo opaco, un espejo con paisaje pintado y sin reflejo, para poder contemplarse en él y poder seguir adelante.
Y es que, aplicando la ética comparativa, ya podremos empezar a prepararnos, aunque tal vez ya empezamos a ver atisbos de ello, para la existencia de una legalidad comparada, de una legalidad que no juzgue los hechos, las acciones, si no la cantidad, la oportunidad, la originalidad del delito. Un delito será mayor, si antes no lo ha cometido nadie, pero quedará impune si se puede demostrar que otro lo ha cometido mayor, o con peores argumentos.
¿Qué mis palabras te suenen a dislate? Te recomiendo un paseo por los medios de información, una visita a los diarios de sesiones, un garbeo, con chubasquero y paraguas para el espanto, por las redes sociales.
Mis palabras solos son, sin pretenderlo, una breve semblanza del estado de putrefacción de una sociedad que solo cree en la ética comparada. Que no cree en otra ética que en la que le puede servir para atacar al prójimo. O sea, sin ética.