Muchas veces hemos discutido sobre el tema de los impuestos y su perversidad, sobre todo en manos de una izquierda de salón, que divide a la sociedad, con menos imaginación que un guionista de telenovela, en buenos y malos, en empresarios ricos y explotadores, y obreros pobres y explotados, y basa en ese análisis perverso, en esa incapacidad de modernizar su visión de la sociedad, en su forma de querer ser sistema y antisistema en una misma acción, toda la frustración económica que provocan su gobiernos. Los impuestos, y basta con echar mano de la historia, son un invento de los poderosos, los gobernantes absolutos, los caciques, las religiones, para acrecentar su poder y controlar el progreso de las clases gobernadas, o de los pueblos sometidos, no olvidemos que el primer acto de victoria era marcar unos tributos sobre los vencidos. Y este es, sistemáticamente, un medio extraño en el que la izquierda naufraga en una serie de piruetas dialécticas que no consiguen tapar su incapacidad para manejarlo.
Nunca, a lo largo de su aplicación, los impuestos han sido otra cosa que el mecanismo por el que, el que podía, o sea, el poderoso, participaba en el beneficio del trabajo del no poderoso, que no tenía otra opción que pagar lo que le era solicitado (es una forma suave de decirlo), fuera justo, o no, fuera posible, o no, lo que, antes o después, y según la habilidad del gobernante, acababa causando una revuelta contra la presión económica del que mandaba y utilizaba esos recursos que detraía de la necesidad ajenas para su propio lucro, o necesidades.
Los gobernantes más hábiles convertían sus necesidades en logros que beneficiaran lateralmente a los contribuyentes, pero tampoco era especialmente importante que fuera así. Los más poderosos y hábiles relajaban la exigencia contributiva de sus ciudadanos mediante la esclavitud de los vencidos, si el tributo era físico, o sus obligaciones de entregar mano de obra y riquezas periódicamente, pero no lograban enmascarar que el fin último no era aliviar esa presión, si no incrementar su poder.
Estas prácticas, absolutamente intolerables, aparentemente, en una democracia, o cualquier otro sistema pseudo democrático moderno, y su planteamiento primitivo, se han amparado en el concepto de redistribución de la riqueza para justificar lo que antes no se justificaba, apropiarse de los beneficios de las clases emergentes para beneficio de los poderosos, y, en último término, controlar el enriquecimiento de las clases medias para evitar que se conviertan en una clase poderosa. Someter a los que tienen opción, por número, y por recursos si se les permitiera, de subvertir el orden establecido.
Los impuestos, ese sistema que jamás conseguirá cerrar brecha alguna, porque su mismo mecanismo lo impide, no son otra cosa que un instrumento de control del poder sobre los gobernados, y da lo mismo, porque lo mismo da, si ese poder lo ejerce alguien en nombre de un estado que sea el que administra los recursos, en este caso el poderoso es el estado y el sometido es el ciudadano con lo que además se ven comprometidas la justicia y la libertad, ya que todos los recursos están en unas solas manos, de dictador, de ente ideológico, o de ente religioso, entonces la brecha se produce y hace evidente entre los que administran el poder y los administrados, o en nombre de una libertad, pseudo libertad, en la que, por caminos más arteros, pero no menos eficaces, la riqueza acaba en manos de unas élites económicas que vigilan con celo sus propios intereses, aunque para ello parezcan compartirlos con los que pagan. Y entonces la brecha social entre poderosos y contribuyentes se hará siempre evidente e irreparable, aunque la misma clase poderosa cuidará de que no crezca más allá de lo que marquen sus propios intereses.
Una sociedad moderna, que apunta a recursos tecnológicos que comprometen la posibilidad del pleno empleo, que apunta a una civilización del ocio, que parece marcar una decadencia del poder como autoridad que impone las obligaciones ajenas por encima de cuestiones éticas, ya no va a poder ejercer un control sobre el trabajo físico, como sucedía en la antigüedad, o sobre el trabajo intelectual, como sucede actualmente, y si busca una verdadera equidad tendrá que empezar por buscar un modelo convivencial en el que los más desfavorecidos, por cualquier tipo de menor capacidad, no se vean relegados a una vida menos plena que los demás. Eso deberá de empezar por una ética de la solidaridad que no admite de imposiciones impositivas, si no de la cercanía entre el que contribuye y el que recibe, del pleno convencimiento de que lo que se da se usa correctamente y de lo que se recibe se recibe con la plena aquiescencia del que lo da.
El sistema actual, me da igual de la izquierda o de la derecha, no tiene otro objetivo que el pago sistemático, reiterativo, de lo que ya hemos pagado, el hurto sistemático de la plena propiedad. Pagamos nuestros bienes individuales reiteradamente, primero para que sean nuestros y luego porque ya son nuestros y queremos que lo sigan pareciendo. Pagamos nuestras infraestructuras reiteradamente, primero porque hacen falta, y luego porque ya están y necesitamos que sigan estando. Pagamos reiteradamente nuestro ocio, primero para que podamos disfrutarlo, y luego porque lo disfrutamos y no queremos prescindir de él. Pagamos por poder beber, por poder calentarnos, por poder tener luz, por aparentar ser libres. Pagamos porque nos protejan, a veces más allá de nuestros propios intereses, porque nos garanticen una salud que no siempre es garantizable, porque nos acojan entre los suyos, aunque no siempre sabemos quiénes son ellos, porque nos reconozcan unos derechos por los que somos incapaces de luchar por nosotros mismos. Todo en nuestra vida, lo que queremos tener y lo que ya tenemos, lo que queremos ser y lo que ya creemos ser, exige de un pago continuado que nos hace deudores del poder que necesita ávidamente de los recursos que nosotros generamos y que utiliza nuestras propias ambiciones, nuestras creadas necesidades, para controlarnos.
Sí, ya lo sé, lo tengo claro, el mundo que intento proponer como ideal, sería una utopía, pero, como tantas veces te he dicho, el hombre se mueve siempre en la dicotomía, y las opciones que tenemos son dos, siempre dos: pelear por intentar acceder a una utopía o, que parece el camino actual, permitir que nos arrastren a una distopía que llegarán a disfrutar plenamente nuestros herederos. Una distopía que puede moverse entre el “Gran Hermano” de la izquierda o el “Blade Runner” de la derecha, que, en el fondo, tampoco son tan diferentes.
Hemos permitido estados tan poderosos que escapan incluso al control de sus propios gobernantes. Hemos permitido la creación de estructuras económicas supranacionales que están por encima de leyes y de estados. Hemos permitido un mundo donde la más disparatada de las conspiraciones es plausible. Hemos permitido que el número ignore a la unidad. Hemos permitido un mundo donde la mentira es un recurso admisible. Hemos permitido, en definitiva, un mundo en el que la distancia entre lo que se dice querer y lo que se quiere sea imposible de recorrer, y lo seguimos permitiendo. Hemos permitido, incluso jaleamos, un mundo en el que el pensamiento está secuestrado por ideologías, por religiones, por el forofismo dirigido por guiñoles de un poder que nos maneja desde la sombra. Hemos permitido que nos arrebaten la dignidad de invocar el yo y saber de quién hablamos. Y este, llegado el momento, será un camino que solo se podrá deshacer con dolor, con un dolor que pagarán otros, los nuestros, pero otros.
Un placer leer a alguien con quién concuerdo mucho en el pensar y en la percepción del mundo. Gracias