CARTAS SIN FRANQUEO (XIII)-LA FELICIDAD

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“Si puedes soñar sin que los sueños te dominen;
Si puedes pensar y no hacer de tus pensamientos tu único objetivo;
Si puedes encontrarte con el triunfo y el fracaso,
y tratar a esos dos impostores de la misma manera.
Si puedes soportar oír la verdad que has dicho,
tergiversada por villanos para engañar a los necios.
O ver cómo se destruye todo aquello por lo que has dado la vida,
y remangarte para reconstruirlo con herramientas desgastadas.”

Rudyard Kipling

 

El otro día, charlando, me contabas de la inmensa necesidad que sentías de sentirte feliz, dando por sentado que no lo eras. No seré yo quién te discuta tu derecho a serlo, ni siquiera seré yo quien ponga en cuestión tu infelicidad, pero sí que voy a ser yo quien se permita anticiparte que la felicidad es uno de los estados imperfectos del hombre.

Tal vez esta afirmación te pille por sorpresa, tal vez, pero tengo la intención de explicarme, y explicarte.

Todos, absolutamente, todos, ponemos como condición para ser felices una serie de logros, una relación de frustraciones que, al menos aparentemente, impiden esa felicidad ansiada, pero, si lo pensamos con un poco de detenimiento, comprobaremos que una vez alcanzados esos logros, otros, que en este momento ni nos planteamos, vendrán a sustituir a los actuales en la construcción de esa infelicidad indeseada, permanente.

La felicidad no existe. La felicidad es un estado transitorio, inestable, que gratifica un logro, y permite disfrutar intensamente de una serie de circunstancias que nos son favorables, pero que no pueden permanecer indefinidamente. La felicidad, tal como la buscamos, es un mito literario que no se puede dar en la vida real.

“Vivieron felices y comieron perdices”, dicen muchos cuentos en uno de esos latiguillos con los que solemos rematarlos. No me lo creo. ¿Significa eso que ni Blancanieves, ni la Cenicienta, ni la Bella Durmiente, tuvieron en el resto de sus vidas ni un solo contratiempo? ¿Ni una discusión con el Príncipe? No me lo creo, que no.

Si hablamos de la felicidad en el amor, que suele ser la primera que se nos viene a la cabeza,  solemos cometer el error de pensar en una felicidad compartida con nuestra pareja ideal, lo que nos lleva a dos posibilidades, cada una de las cuales es más aberrante que la otra; la primera es pretender que aquella persona con la que intentamos compartir esa felicidad sea como la de nuestro ideal, lo que nos lleva a ser infelices en nuestra búsqueda y, más que o, a hacer infeliz a la otra persona cargándola con la responsabilidad de nuestra infelicidad, mediante el permanente intento de lograr que sea lo que no es. La otra desafortunada opción es una búsqueda permanente, desasosegante, de la pareja perfecta que la convivencia frustra de manera contumaz. Porque si hay una fuerza que rompe sueños de una forma demoledora, esa es la rutina, los hábitos convivenciales que erosionan y dejan al aire los alambres de acomodo, resignación, acatamiento de reglas sociales  y sometimiento que en muchos casos traman hogares en los que la felicidad es un concepto desconocido.

Podríamos hablar de otras felicidades, en nuestras aficiones, en nuestro trabajo, en nuestra vida social, pero seguramente hablaremos de felicidades sinónimas, seguramente hablaremos de satisfacción, de éxito, de riqueza, de aceptación.

Así que convengamos que cuando hablamos de felicidad debemos hablar de, al menos, tres felicidades diferentes, que vamos barajando según nuestra insatisfacción, o satisfacción, del momento.

La primera, la más evidente, es la felicidad como ideal, como búsqueda permanente de un objetivo que nos hace superar el día a día, que nos hace intentar superarnos para arrastrar a nuestro entorno hacia ese estado de superior satisfacción. Sin duda, y asumido que es inalcanzable, es un motor irreemplazable para lograr una vida en positivo.

La segunda, las más real, la más accesible, es la felicidad del momento. Es esa felicidad de corto recorrido que se mueve en el entorno de un instante vital especialmente satisfactorio. Es la felicidad del beso correspondido, del objetivo logrado, del premio obtenido, de la percepción de las cosas bien hechas, de la autocomplacencia justificada. Es una sensación cálida, de plenitud, satisfactoria y efímera. ¿Cómo podríamos ser felices si no fuéramos, antes y después, infelices, o, desdramatizando, no felices?

La tercera, esa que perseguimos como pollos sin cabeza, esa que en muchas ocasiones nos provoca la infelicidad, es la felicidad vital. Es la búsqueda de un estado permanente de satisfacción, es la negativa misma de la posibilidad de ser feliz. Nadie puede ser feliz permanentemente, porque entonces no existe la felicidad. La única, la más plausible felicidad, el más accesible sentimiento de satisfacción, no puede ser otro que la aceptación, la valoración, de lo que tienes, de lo que eres, de lo que te rodea. El disfrute a tumba abierta, sin restricciones, sin recelos, de tu propia vida.

Si, ya sé, habrá quién considere que yo hablo de una felicidad que en realidad se llama conformismo. Bueno, quién piense en esto o no ha entendido nada, o es muy desgraciado. La única felicidad vital a la que podemos aspirar es la aceptación del pasado, el disfrute del presente y una expectativa ilusionada del futuro. En otras palabras, y como apunta Kipling, el logro de aceptarse a uno mismo, y al propio entorno, sin caer en el engaño.

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