Como te he dicho tantas veces, vivir en la edad contemporánea, según denominación, seguramente para profanos, de los historiadores, y considerar que comparto edad, sólo histórica, afortunadamente, con los seres humanos que han poblado el planeta desde la revolución francesa hasta nuestros días, me produce una perplejidad identitaria que no he conseguido resolver.
Me cuesta reconocer mi pertenencia a la humanidad que desencadenó dos guerras mundiales, me cuesta reconocerme en los españoles de la posguerra, no digamos en los de la preguerra y en los de la guerra, casi tanto como me cuesta casar que pertenezcan al mismo tronco humano los habitantes de estos últimos treinta años con aquellos hombres y mujeres que en los sesenta, los setenta y los ochenta del siglo pasado conformaron uno de los avances en libertad individual mayores desde los tiempos clásicos, desde aquella ilusionante experiencia de las polis griegas.
Los sesenta, su música, su literatura, su sociedad, su sentido económico, embistieron contra toda forma de absolutismo, contra toda restricción, y se lanzaron a la búsqueda de la alegría, del optimismo, de la lucha por los derechos, de la lucha por la libertad individual y la igualdad entre todos los seres humanos ¿Toda la humanidad? No, los bastiones de dictaduras ideológicas, de derechas, o de izquierdas, intentaban cerrar sus fronteras a esa oleada de optimismo ilusionante que la sociedad, más o menos libre, pero libre en comparación con la que no lo era en absoluto, embestía los pilares de regímenes sanguinarios y oscurantistas. La música ( no se trata de hacer un catálogo de grupos, cantantes o músicos, tanto internacionales, como nacionales, que están en el imaginario de cualquiera con un mínimo de interés por el mundo), la literatura rebelde a la sumisión al poder político dominante, el mayo del 68, como emblema de una juventud dispuesta a romper con los sombríos recovecos del poder, y una corriente libertaria en auge, de la que los hippies originales, no confundir con el folclore y el retrato chusco que el poder hizo de ellos, y al que muchos contribuyeron buscando la parodia y no la profundidad de los valores que intentaban ponerse en práctica, conformaron una ola que derribó muros, como el de Berlín, conceptos arcaicos, como la diferencia de papeles sociales entre hombres y mujeres, y puso en marcha una tecnología que podría facilitar, al hombre, el camino hacia una libertad real.
Tú me hablas, ahora se habla, de justicia, de equidad, y, aunque lo considere erróneo, de igualdad, pero ninguno de esos objetivos es planteable si previamente no existe la libertad, y la libertad es la virtud, el ejercicio más invocado, y peor tratado por los que la invocan, del panorama mundial. La maniobra del poder para hacer el recorte de derechos que llevamos sufriendo desde que comprendieron que con la caída del muro de Berlín esto se les iba de las manos –todo poder necesita un enemigo exterior para poder invocar excepcionalidades que limiten las ansias de libertad, que provoque un miedo que obligue a renunciar a derechos a cambio de seguridad- sustituyeron ese enemigo soviético, sanguinario y absolutista, por, consecutivamente, el terrorismo, las crisis económicas y la enfermedad, restringiendo, con cada una de ellas la limitada, pero satisfactoria, libertad conseguida con años de lucha e ilusión. El mundo no ha sido igual después del ataque a las torres gemelas, después de la crisis de 2008, después de la aun misteriosa pandemia.
Muchas veces te he dicho que, para mí, la universalización del uso del automóvil, como signo de libertad individual, como capacidad de un individuo para moverse por sus medios cuándo, cómo, y donde quisiera, ha sido el mayor símbolo de libertad que la humanidad ha disfrutado. Y el ataque continuado, y mentiroso, a su uso, que el poder político ha puesto en marcha, lo demuestra. No, que te veo venir, esto no es una negación de los problemas medioambientales que necesitan de una urgente y drástica solución, pero, el ataque al automóvil, sólo en lo que a su uso individual afecta, es, cuando menos, sospechoso de obedecer a razones que nada tienen que ver con el problema principal.
Déjame, para ponernos en perspectiva, que te cuente una vieja historia familiar que ilustra el papel emblemático de los cacharros a motor, que pone de manifiesto su consideración como símbolo de una época. Discurríamos allá por mediados de los sesenta y mi madre contrató a una señora, para mí entonces mayor, para acompañarnos los fines de semana, sábados y domingos por la tarde, al Retiro, al cine, sesión continua y bocadillo, o para quedarnos en casa. Dolores vivía con la familia de su hija, matrimonio y tres hijos, en la Cruz de los Caídos. El caso, y lo que viene al caso, es que su yerno decidió comprar un coche para el uso de la familia, con la peculiaridad de que ni él, ni nadie de la familia, tenía carnet de conducir, ni sabía conducir. El coche estaba aparcado permanentemente frente a la casa y, todos los fines de semana, el yerno de Dolores bajaba a la calle, donde estaba el coche aparcado, para lavarlo y, eso no lo decía pero lo digo yo, ejercer un acto de dominio y libertad que podía hacer palmario exhibiendo su propiedad sobre el vehículo. Cuando la familia se iba de vacaciones, o quería hacer algún tipo de excursión, contrataban a un chófer que los llevara y trajera.
El yerno de Dolores era un obrero, un obrero que con su sueldo y su afán de superación, y una economía escasa pero suficiente, tenía por fin acceso a un bien que hasta ese momento había sido emblema de riqueza, de clases inalcanzables para los obreros, pero que, en un mundo en transformación, esas clases se aproximaban, dentro de un orden, por supuesto, y se creaba la ilusión, la esperanza de una sociedad que trabajaba por una homogeneización que tiraba de esos conceptos, esperanza, ilusión, y tenía fragancia de libertad, de libertad individual, que es la única libertad posible ¿Te imaginas hoy al yerno de Dolores, teniendo que pagar un parking, o el numerito del ayuntamiento, y el impuesto de circulación, y las tasas e impuestos nacionales, autonómicos y municipales que gravan la adquisición de un automóvil, su tenencia y su uso? Yo no.
Hoy en día el coche parece el culpable de todo, y lo es tanto para una izquierda a la que la libertad individual le parece intolerable, como a una derecha a la que la libertad individual le parece peligrosa. El coche lleva sufriendo impuestos, gravámenes, una legislación recaudatoria y lesiva, desde la primera crisis del petróleo, pero nunca, como ahora, ha sido objeto de un ataque tan frontal, como mentiroso en sus planteamientos.
Es posible que los motores de combustión sean nocivos para el medio ambiente, pero no en la medida que el discurso oficial señala. Los coches antiguos, en una legislación que realmente persiguiera una mejora ambiental, dado que tienen que pasar una inspección periódica, podrían ser examinados en sus emisiones y restringidos vehículo a vehículo para su uso, pero lo son por fecha y matrículas, de tal forma que haber matriculado un día antes, o un día después, y no sus emisiones o estado de mantenimiento, determinan el secuestro legal de su uso en áreas que los estamentos oficiales determinan, como si el aire fuera contenible y enmarcable, restringiendo de forma absolutamente arbitraria la libertad de uso de un propietario sin contemplar los prejuicios que ocasiona, ni los derechos que cercena. Así que si un ciudadano normal, con un vehículo perfectamente mantenido y adaptado, pero fuera de fechas, no tiene medios para cambiarlo, se encontrará con su movilidad restringida a medios públicos que no se adaptarán a su libertad, o con la necesidad de usar medios privados a los que por carestía no tenga acceso.
No vamos a entrar en los impuestos indirectos, impuestos redundantes y tasas que se acumulan sobre cualquiera que quiera usar un vehículo, impuestos que no solo lastran el uso del transporte individual de un ciudadano, y por tanto su libertad, si no que suponen un ataque directo a la igualdad entre las personas, ya que establecen un criterio de desigualdad económica entre los distintos estamentos de la sociedad según su poder adquisitivo, y agravan la brecha social que ya es un abismo en crecimiento. No, pero hablemos de tecnologías alternativas.
Hoy por hoy, seguramente durante bastante tiempo, y puede que para siempre, la electricidad como energía alternativa para los motores de los vehículos individuales, es una falacia que supone un paso más en las restricciones de libertad e igualdad de la sociedad. Los vehículos eléctricos son caros, son ineficaces, suponen una mayor contaminación en su fabricación y en sus residuos, que los equipados con motor de combustión, y, salvo que se consiga una electrificación imposible de todas, absolutamente todas, las vías de circulación, o una distribución aérea de la electricidad, contraria a los intereses de las poderosísimas empresas eléctricas, el vehículo de motor eléctrico no será nunca una alternativa que permita defender la libertad de movimiento y la igualdad entre ciudadanos. Un recordatorio: tranvías y trolebuses.
Nos mienten, nos engañan, nos venden los remedios a los miedos que previamente nos han provocado y, bajo supuestas bondades, nos ocultan una vuelta más de tuerca a la restricción de nuestros derechos y libertades.
Parafraseando la canción popular: “El cochecito, leré, que yo tenía, leré, a hoy en día, leré, lo han multado, leré, porque mi coche, leré, que funcionaba, leré, no convenía, leré, que yo lo usara, leré, y me llevara, leré, a todos lados.”
Leré.