Hay una máxima en los negocios, que es perfectamente aplicable a todos los ámbitos de la vida, y que sostiene que todo aquello que no crece, decrece, desmintiendo, como, por otra parte, es perfectamente constatable, que el equilibrio solo es un concepto, tan efímero como el presente, o como cualquier otro supuesto de estabilidad. Todo en nuestra vida es, ha de ser, dinámico, y el inmovilismo, la famosa zona de confort, el conformismo, no son otra cosa que el primer peldaño de la involución, y este concepto me vale lo mismo para lo social, lo económico, lo político, lo científico o lo ético. Todo lo que no evoluciona, involuciona, nada permanece; nada, salvo la eternidad, es eterno, inamovible.
Como, en este país y en este momento en particular, en el mundo y a lo largo de la historia en general, solemos confundir a los grandes personajes con aquellos que están en nuestra línea de pensamiento, y tendemos a ignorar a aquellos que nos muestran puntos de vista diferentes, cometemos dos errores típicos del fanatismo, del forofismo, creer que solo piensan los que nos dan la razón, e instalarnos en un mundo en el que disentir, ofrecer alternativas, es inadmisible, lo que nos conduce a una sociedad castrada, pacata, falta del contraste imprescindible para la evolución, o, lo que es lo mismo, a una sociedad involucionadora.
Un claro ejemplo de este error es la reacción que se produce en mis interlocutores cuando menciono una frase de Blas Piñar, efectivamente fascista, efectivamente en las antípodas de mi concepto del mundo, pero no por ello menos brillante y preclaro en su pensamiento. La frase, que ya he mencionado en otras ocasiones, y que se incorporó a mi ideario de vida desde que me encontré con ella, allá por mis veinticuatro años, presidiendo la biblioteca del CIR 12 en el pueblo leonés de El Ferral del Bernesga: “Como no vamos a ser inmovilistas, si ya hemos llegado”. Esta frase lapidaria, esta frase de una crudeza descriptiva evidente, fue, desde entonces, el contrapunto perfecto a mi pensamiento, el extremo no visitable que me permite buscar el centro, el lastre que, como en los navíos, me mantiene equilibrado y vigilante de que no se desplace y me haga zozobrar.
Dice un personaje de una novela de Brandon Sanderson, cuando otro personaje se lamenta porque fracasa en todo lo que intenta: “El fracaso es la medida de una vida bien llevada. La única forma de vivir sin fracaso es no servir de nada a nadie.” Solo lo cobardes no fracasan, solo los inmovilistas no se equivocan nunca, solo los cobardes inmovilistas se consideran con la suficiente razón para intentar imponerse a los demás, con la suficiente capacidad para diseñar una sociedad, una economía, una ciencia o una ética a su medida, una sociedad que acabará siendo, inmovilista en un primer momento, y definitivamente involucionista, una sociedad con los valores trastocados por convicciones mesiánicas, una sociedad abocada al dolor y a la frustración.
Decía Machado: “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”, y remachaba Cavafis, en su camino a Ítaca: ”Cuando te encuentres de camino a Ítaca, desea que sea largo el camino, lleno de aventuras, lleno de conocimientos”, porque lo importante es el camino, no el destino. Hay que aprovechar el camino para aprender, eso es el progresismo, no para enseñar, eso es el concepto inmovilista de la enseñanza. Todo el que aprende, y comparte, acaba enseñando, pero por voluntad del que quiere aprender y lo elige como maestro, jamás, salvo en narcisistas, prepotentes y soberbios, porque él considere que tiene algo que enseñar.
Esos, los narcisistas, los soberbios, los prepotentes, son los protagonistas del pensamiento inmovilista de Blas Piñar, son el problema pretendiendo ser la solución. Si ya saben la respuesta ¿por qué van a preguntarse? Si ya conocen la verdad ¿por qué van a cuestionarse lo que ya saben?
Curiosamente, si alguien cuestiona la autocritica de otro, la primera respuesta que se encuentra es un reconocimiento de imperfección y errores. Un cuestionamiento inconcreto y estético, porque si se progresa en el tema será incapaz de un reconocimiento de un fracaso concreto, que desde su punto de vista es inadmisible.
En todo caso, y como patrón de reconocimiento, basta con ver cuál es el concepto práctico de docencia que alguien sostiene con sus actos, para comprobar si estamos ante un involucionista, o un progresista. Porque, salvo error o excepción, por ejemplo Blas Piñar, todo aquel al que le preguntes se considera progresista, aunque sus hechos lo desmientan. Dicen que decía Sócrates que la educación consiste en encender una llama, no en llenar un recipiente, y esta frase es como la prueba del algodón del inmovilismo. Muéstrame a quién pretende enseñar a otros una verdad incuestionable y tendrás ante tus ojos a un dogmático, a un adoctrinador, a un inmovilista, a un involucionista, y, desgraciadamente, en estos tiempos parecen abundar en la vida pública.
Para progresar hay que evolucionar, y las verdades incuestionables son, para aquellos que creen en ellas, metas que marcan un final de recorrido que solo puede concluir en un inmovilismo precursor de una involución ética absolutamente nociva para el individuo, o grupo, o sociedad, que las reclame.
Cuando alguien reclama la conversión de una sociedad a un compendio de valores que presenta como éticamente incuestionables, y lo exige mediante la coacción, mediante el temor, mediante la arbitraria promulgación de leyes y reglas que impidan la disensión y el debate, está reclamando, en último término, una involución del concepto de libertad, mermando la posibilidad de justicia, y lastrando la búsqueda de una sociedad equitativa.
Da igual que lo haga en nombre de un progresismo auto convencido, da igual que lo haga desde unos planteamientos éticos que la mayoría pueda compartir, da igual que su iniciativa pueda paliar carencias sociales que necesitan ser solventadas; si la solución es punitiva, si el concepto de educación imprescindible para que la sociedad asuma los valores resulta sustituido por medidas coercitivas, si la soberbia involucionista asoma, en forma de verdad absoluta e incuestionable, entre los pliegues de una necesidad razonable, estaremos ante una sociedad que actuará respecto a esos valores, como un recipiente lleno, insensible a la grandeza de esos valores, y no como un colectivo que ha incorporado la convicción de los mismos. Estaremos ante una sociedad atemorizada y, por tanto, involucionista. Ante una sociedad que actuará por miedo, e ignorará la razón. Ante una sociedad que volverá, a la más mínima oportunidad, a sus errores.
“Si le enseñas algo a un hombre, jamás lo aprenderá.”
“El maestro mediocre cuenta. El buen profesor explica. El maestro superior demuestra. El gran maestro inspira.”
William Ward
“Nunca enseño a mis alumnos, sólo intento proporcionar las condiciones en las que pueden aprender.”
“La mente es como un paracaídas: sólo funciona si se abre.”
“Siempre es saludable el aprender, aunque sea de nuestros enemigos.”
Charles Caleb Colton
Bello artículo. Sólo discrepo, metafísicamente hablando, en una cosa:
Para mí todo es eterno, porque se ha producido, y, por ende, permanece en el instante infinito, a la vez que todo es efímero, porque ineludiblemente se transforma. Una paradoja.
Me encantó leer este artículo.
Una eternidad contiene, como mínimo, una infinitud de infinitos, incluidos sus límites, pero antes de ser, y en el imposible después de haber sido, aún caben una buena ristra de infinitudes. Justo, sabemos que estamos en la eternidad porque nada es, ni deja de ser, ni podría haber sido, ni siquiera tiene significado, ni tiempos, ningún verbo. Y ahí lo dejo.
Gracias por el comentario.
La existencia eterna, ni termina ni comienza. En circunferencia se proyecta el instante infinito.
Lo que es, eternamente se produce.
La paradoja está en el punto de confluencia, en la transformación.
Un placer leer tu pensamiento metafísico.
Muchas gracias.
Mi respuesta requiere de un artículo, te remito al próximo “Y más allá”. Gracias a ti por obligarme a pensar.