CARTAS SIN FRANQUEO (XCIII)- LA LITERATURA Y LOS LENGUAJES

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Me preguntabas, hace unos días, días que yo me he tomado para saber lo que pensaba, que opinaba sobre la polémica con los escritos de Roald Dhal, y quiero contestarte con absoluta sinceridad. Me ha pasado con este autor lo que me pasa con muchos autores de géneros literarios que no he frecuentado excesivamente, que lo identifico por algunas de sus obras, más que por su nombre. No caí en quién era este escritor hasta saber que era el autor de “Matilda” o de “Charlie”, el de la fábrica de chocolate, en mi memoria no figuraba su nombre, pero sí su obra, y conociendo su obra, aunque fuera superficialmente, también sabía que en algún lugar de su órgano creativo habría un rincón para la iconoclastia que compartía con sus personajes, con Matilda.

 

He repasado sin demasiado ahínco, he de confesarlo, los alegatos de periodistas, críticos y analistas de los de todos los días, casi todos ellos llevándose las manos a la cabeza por una barbaridad que se comete todos esos días, con todos los autores famosos, sin que a ellos, a los que las comentan, parezcan importarles un pito, y sin embargo ahora pitan desaforadamente. Lo confieso, creo que Matilda compartiría mi comentario, me recuerda a la polémica de la paella de chorizo. Alguien se escandaliza con algo que lleva pasando años, siglos, y como tiene cierta preponderancia en el mundo de la comunicación, supongo que también intereses, aunque no necesariamente económicos, pone en marcha un debate sobre algo que ya debería haberse debatido antes, como antes debería de haberse debatido la forma de actuar de la industria editorial, una forma de actuar que es rayana en el engaño y que jamás debió de permitirse, o que debió de regularse adecuadamente, obligando a titular de forma correcta las obras y avisar de su integridad y del autor y tipo de las modificaciones realizadas en la edición.

Tal vez un par de preguntas puedan orientaros en mi comentario ¿Cuántos habéis leído el texto original de los cuentos de Perrault? ¿De los hermanos Grimm? ¿Cuántos habéis leído íntegramente El Quijote? Podríamos ahora, ya con saña, entrar en el mundo de la poesía, pero creo que con lo anterior es suficiente.

Todos conocemos a Caperucita Roja, todos sabemos, aproximadamente, como se desarrolla su historia, pero casi nadie ha leído su texto original y completo, como casi nadie sabría decirme quién era el autor de la versión, seguramente adaptada, casi con certeza resumida, que ha leído. ¿Quién no ha leído un libro de treinta páginas que contiene quince cuentos y sus respectivas ilustraciones? ¿Acaso esos libros contienen el texto original de los cuentos que enumera el índice? ¿Alguien se ha fijado, lo ponía, en quienes escribían las versiones y especificaba que eran resúmenes? Me temo que no. Tampoco nadie se preocupa, ni defiende los derechos literarios de unos autores que los han perdido a favor de entidades públicas más preocupadas por la recaudación que por la calidad. ¿Acaso no pasa también con la ópera, con el cine, con el teatro, con todas las actividades en las que un lumbreras decide que él puede contar esa historia de otra forma, sin respetar los tiempos, los caracteres, LA HISTORIA que creó el autor?

Una creación literaria, salvo que alguien opine otra cosa, es un encuentro entre la capacidad de uso del lenguaje, la capacidad creativa y la capacidad narrativa de un autor, sea novelista, guionista, libretista, cuentista o poeta. Y de esa conjunción brota una historia, con unos personajes y unas características de entorno que si no son respetadas son, simplemente, otra historia. Así que en una creación literaria, hay dos patas imprescindibles para identificarla, la pata literaria, y el lenguaje. La pata literaria es la narrativa, el tiempo, la técnica, el estudio minucioso de los personajes, de su entorno, de sus circunstancias personales, sociales y que desembocan en la historia narrada. El lenguaje es el medio por el que el autor nos da a conocer el alma de los personajes, sus miedos, sus fobias, sus virtudes, su relación con los demás. Todas las palabras de un autor están perfectamente medidas para transmitir algo que él considera esencia de sus personajes, del entorno en el que se mueven, y cambiar cualquier palabra es un atentado contra la integridad de la obra, la memoria del autor, y su esfuerzo para compartir, de forma docente, sea adecuada o no, parte de sus vivencias.

¿Alguien puede imaginarse “La Naranja Mecánica” escrita con palabras normales para que a nadie le costara leerlo? ¿Quedaría algo de Quevedo si lo privamos de su lenguaje canalla? ¿Qué podrá transmitirnos Ignatius J. Reilly si le aplicamos un lenguaje elusivo? ¿Tendrían que jugar  al corro de la patata los personajes del Marqués de Sade? Para todas estas preguntas hay dos respuestas, una es un no rotundo, contundente, la otra es la censura, política, religiosa, mediocre y puritana de los tiempos oscuros en los que nos movemos.

Hoy por hoy la Literatura, la Comunicación, la simple conversación tiene enemigos impuestos por personas que se consideran con una superioridad ética, diría que moral, suficiente para imponerle a LA SOCIEDAD, unos criterios personales, por su bien, y el bien de todos los colectivos que creen representar, para su propio beneficio. Son los nuevos censores, personajes imbuidos de un mesianismo que no por que se crea nuevo es menos conocido, y cuya principal arma es un leguaje relamido, puritano, al que solo le falta la obligación de hacerse cruces para que comprobemos lo cerca que está de tiempos pasados, evidentemente no superados.

Hoy hablamos, y así se lo han hecho a los personajes de Roald Dhal, con lenguaje inclusivo, con lenguaje elusivo, porque nos han imbuido que eso es respetar a los ajenos, que eso es evitar daños sociales a otros que se pueden sentir ofendidos por nuestra forma de expresarnos. Que nos someten a una censura maniquea y cretina trasladando la carga de la ofensa a la palabra, a su sonido, a su escritura, en vez de al sentimiento con el que está expresada. O sea, en definitiva, una cretinez cuyo único fin es imponer su criterio a una sociedad atemorizada por el uso de su principal derecho, la libertad de expresión.

Todos los adjetivos, hablo de un lenguaje elusivo, tienen un significado, una imagen que se evoca con su uso, y una carga, carga que pone quién la utiliza. Un enano, para el 99% de las personas normales, es un señor con una serie de características físicas concretas que su pronunciación, la de la palabra, evoca. Pero, por supuesto, también está al alcance de todos, el poder usarlo con desprecio o con ánimo de ofensa, ánimo que le puedo poner a cualquier calificativo que sustituya a ese adjetivo concreto. La carga está, la mayor parte de las  veces, en la intención de quién lo pronuncia, o, y también ocurre, en la percepción de quién se siente aludido.

El lenguaje inclusivo, debería de llamarse exclusivo, rompe una unidad para significar una diferencia, para mayor regocijo, interés y superioridad de quienes lo usan, provocando lo contrario de lo que dice solucionar, discriminación y enfrentamiento.

Las palabras, su modificación, su uso, su proscripción, no solucionan problemas que corresponden a la educación, a la convivencia, al respeto, pero si acaban creando una sociedad autocensurada, pacata, mojigata, triste e inerme ante las maniobras de los mesías de turno. E ignorar, denigrándola, que existe una institución que es la responsable, técnicamente, de la evolución y pureza del lenguaje, que lleva años advirtiendo de la incorrección de estos usos, y por ello están sometidos a la permanente agresión en sus juicios de estos mesías del lenguaje, es entregar a los censores nuestro último recurso, nuestra última libertad, la palabra.

Seguramente, Roald Dhal, como tantos otros autores, como casi cada uno de nosotros, no fuera inocente de fobias y criterios que hoy nos pueden parecer inadecuados, pero su genio literario, su capacidad narrativa y descriptiva, no se merecen una agresión que difumine su visión de las cosas sustituida por la de cualquier mediocre armado de pluma carente de ingenio y criterios de salvador del mundo, de sus esencias. Si un autor nos ofende, no lo leamos, es nuestra libertad, pero no caigamos en la estupidez de leer una mediocridad basada en su genialidad y creada con el único fin de cobrar unos derechos, porque entonces nosotros seremos parte voluntaria de esa mediocridad, y de sus consecuencias.

Esto, lo de las perversiones, o versiones, literarias, no es un acto inocente, no es una cuestión menor, es un ataque frontal a la forma de expresarse, a la libertad de expresión misma, una añagaza que favorece las prácticas censoras que tan bien describió Orwell; el “relato”, la “post-verdad”, el “revisionismo histórico”, los lenguajes elusivo e inclusivo, suponen una agresión permanente, y grave, a la identidad cotidiana del individuo, un ataque frontal a la diversidad en aras de la instauración de un “pensamiento único”, tan querido desde las posiciones ideológicas, ideologizadas.

En definitiva, leemos lo que las portadas nos dicen que leemos, no lo que creemos leer, sin que eso parezca preocuparnos hasta que alguien da un clarinazo que parece despertarnos, apenas unos días, mientras el oscurantismo medra a nuestro alrededor sin que ni siquiera seamos conscientes de ello. El peligro es evidente, la desidia, también.

Permanezcan atentos sus libros, a sus pantallas, a sus publicaciones. El que avisa no es traidor.

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