CARTAS SIN FRANQUEO (VIII)-LA MUERTE

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Me hablabas, al hilo de las noticias sobre la eutanasia, sobre la muerte, sobre la conveniencia, o no, de esa ley, sobre las posiciones encontradas, más en el plano político que en el ético, y la falta de razones despojadas de cargas religiosas o ideológicas. La muerte es siempre un tema difícil, un tema delicado, sin retorno. Un tema ante el que se estrellan la ciencia, la religión y la vida. Sobre todo la vida, que al parecer siempre acaba topando con ella.

Y antes de que me digas nada, refiriéndote a mi “al parecer”, solo recordarte que empíricamente yo no puedo asegurar que la muerte exista, todo lo más que durante el transcurso de mi vida hay gente que, según las costumbres al uso y siguiendo unos ciertos protocolos, ha muerto. Esto es que ha dejado de estar a mi lado.

Tal vez mis palabras te resulten un poco cínicas, pero debo de recordarte que soy gallego y el tema de la muerte lo tenemos muy presente, pero de otra manera. La muerte, puede que no solo en Galicia, no existe igual que en el resto del mundo, ya se encargan de ellos, San Andrés, las meigas y la Santa Compaña, de marcar esas diferencias. La muerte es un acto más de la vida que establece un paréntesis en las relaciones.

La prueba está en que siempre se mueren los demás, y esto siempre ha sido, es y será así hasta que la muerte me llame a mí, si es que llega a hacerlo, lo cual no dudo, ni puedo afirmar.

Así que me falta algo del sentido trágico de la muerte, algo de esas despedidas desgarradas y definitivas que supone para otras culturas, y eso, posiblemente, contamina mi opinión al respecto. Me falta sentido dramático, me falta sentido del adiós.

A mí una ley que regule el fin del sufrimiento del que no tiene otra posibilidad, ninguna de cura o de mejora en la calidad de vida, me parece conveniente, me parece que al fin y al cabo es una prolongación de la actual aplicación de los cuidados paliativos en casos de enfermos terminales, pero haciendo recaer la decisión en el mismo interesado, y no en los familiares que en muchos casos sufren secuelas psicológicas por la decisión tomada, cuando no se sienten incapaces de tomar la decisión adecuada.

Y se de lo que hablo. Desgraciadamente se de lo que hablo cuando he tenido que tomar esa decisión dos veces en el mismo año. Sé que hice bien, sé que hice lo más conveniente para ellos, pero ni así puedo dejar de pensar, de cuestionarme, qué derecho me asistía a tomar esa decisión sobre la vida ajena.

Pero una vez aclarada la postura, me invade la zozobra política. No me fío de los políticos que controlan nuestras vidas ni de la oportunidad de las decisiones que toman. No me fío de sus razones y argumentos, no me fío de las convicciones que dicen tener y que en múltiples ocasiones han cambiado a su conveniencia. No me fío de qué en el futuro la ley sea retorcida para lograr fines para los que no ha sido pensada. No es un problema de la ley, no es un problema de su objetivo, es un problema de falta de confianza en sus promotores.

Tampoco sé, a la hora de pronunciarme con coherencia sobre el tema, los supuestos exactos y las garantías para evitar atrocidades, errores o abusos de la ley. Como impedir que un depresivo solicite en plena crisis su muerte y, por esos azares del destino y un desinterés judicial que se produce con cierta frecuencia, no se acabe con una vida con perfectas posibilidades de seguir adelante.

Sigo sin tener claras, a día de hoy, las posibilidades éticas de decisiones que no pueden ser revocadas, esto es, todas aquellas que afectan a la vida y al tiempo. Y esta indecisión ética, unida a mi profunda desconfianza en la clase política actual, y en la futura, hace que, comprendiendo la necesidad de una ley sobre la aplicación de la eutanasia, me encuentre renuente a aceptar esta ley sobre la aceptación de la eutanasia.

Como ya te decía al principio, el problema no es la muerte porque, de momento, no tengo constancia de que exista. Me cuesta saber, a veces, si yo existo o no… Tampoco la ética de la posible ley. Mi gran problema es la falta de credibilidad de quienes la promueven, la falta de credibilidad de quienes la niegan, la absoluta falta de aceptación de sus razones y argumentos, la absoluta falta de honorabilidad que observo en ellos.

No es justa mi postura, no lo es para aquellos que desde un sufrimiento extremo demandan la necesidad, el derecho a acabar con su vida de una forma digna y fácil. Pero es que tampoco estoy seguro de que sea justa su demanda de que yo me haga corresponsable de su muerte aceptando la ley. El peso sobre las decisiones de vida o muerte tomadas en mi vida aún ocupan un espacio indeseado en mi conciencia.

Claro que tal vez mis dudas provengan del mismo tronco que mi concepto de la muerte, de ese mito sobre los gallegos que dice que no se sabe si subimos o bajamos. Tal vez, aunque no lo creo.

La muerte, en todo caso, es una fiel compañera de la vida. Allá donde va una va la otra, como siamesas que no pueden separarse. Habría que preguntarse si la muerte es el final de la vida, o si la vida es una espera de la muerte. Pero estas son preguntas cuya respuesta demandaría otras cartas, más argumentos y pensamientos que no tienen cabida en esta.

Por lo de pronto, y como medida preventiva, permíteme que te desee una larga y feliz vida. Y yo que lo vea.

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