Decía la ex ministra Celáa, en un ataque de intelectualidad socialista trasnochada, que los hijos no son propiedad de los padres, dejando abierta la idea de que debe de ser el estado el tutor de los menores.
El planteamiento, hecho de forma perversa y provocadora, supongo que con fines populistas e ideológicos, tiene un fondo de verdad que las mismas palabras, los términos elegidos, intentan ocultar, un fondo de verdad que distrae la verdadera reflexión, los verdaderos términos de la cuestión.
Los hijos, en tanto que seres humanos, no son, no pueden ser, propiedad de nadie, ya que el principio de libertad individual impide tal concepto, pero, siendo esto cierto, lo que también es incuestionable, es que la custodia y responsabilidad de los hijos es de los padres, siempre y cuando esta tutoría se ejerza de forma no nociva para los hijos, y siempre teniendo en cuenta la posibilidad de que sea el estado el que deba intervenir en estas funciones ante conductas nocivas.
Hay suficientes distopías sobre el tema del estado como tutor en la literatura, en el cine, en los mundos de ficción, imaginados o extrapolados, como para que, a estas alturas, tal posibilidad pueda considerarse ni siquiera un debate. Los hijos, en un mundo en el que se respete mínimamente la libertad individual, su educación, su formación en valores, deben de ser tarea y responsabilidad de los padres, aunque la idoneidad de esa tutela pueda supervisarla, reglarla, el estado, siempre en aras de la preservación de esa libertad; no como tutor de los tutores, que parece la opción elegida por el intervencionismo, si no como supervisor de posibles abusos o conductas delictivas.
Pero esta cuestión básica, que no nimia, se ha convertido en un caballo de batalla ideológico, a causa del cual las sucesivas, e incompetentes, leyes de educación en este país, van sumiendo a nuestras generaciones en una mediocridad que se acaba pagando en el nivel de los políticos, y en la capacidad de evolución de la sociedad a la que, sus supuestos representantes, ni representan, ni les importa un ardite representar, y que con tal actitud se sume en una decadencia educativa, y, por ende, de valores.
Si la intromisión permanente de la estructura del estado, sobre todo cuando su prioridad es la prevalencia de su ideología, y no la idoneidad y universalidad de sus leyes, supone un retroceso absoluto en la lucha por las libertades, lucha que se lleva perdiendo desde el comienzo de este nuevo siglo, esa intromisión en el sector de la educación, arrasando el objetivo fundamental de formación, en aras de una supremacía ideológica, es patético.
Las reiteradamente inútiles, cuando no nocivas, leyes de educación promulgadas desde el gobierno Aznar, no tienen como objetivo principal un plan de educación para mejorar la estructura educativa, o el nivel formativo de los alumnos, si no para afrentar la ley anterior y derogarla, formando escalones educativos que no respetan la evolución lógica de los alumnos, que cambian de plan de estudios varias veces durante su periodo formativo, con el consecuente perjuicio para el resultado final.
Que esto se consienta es vergonzoso, que se aplauda, clarificante de por qué nuestros gobiernos parecen actuar desde una impunidad provocadora, y no solo en este tema. La ciega asunción de los planteamientos en base a una afiliación sin capacidad de autocrítica, es una consecuencia más de ese trayecto educativo que nos abisma, y abisma a la sociedad.
Como padre, como tutor, como responsable de la educación de mis hijos, mi único interés es proporcionarles una educación acorde con su potencial, sin que me importe más, o menos, o ni siquiera nada en absoluto, si esa educación se proporciona desde una perspectiva pública o privada. Como miembro consciente, y concienciado, de una sociedad, mi lucha ha de ir encaminada a que ninguna persona en periodo de formación vea truncada su evolución, vea mermadas sus posibilidades, vea desperdiciadas sus capacidades, por falta de oportunidades para acceder al proyecto educativo adecuado, sea público o privado.
Como padre, como tutor, como responsable de mis hijos, me gustaría que los contenidos, los planes de estudios, fueran elaborados por los organismos expertos en la materia, no políticos, y no por el gobierno de turno instalado en la afrenta al gobierno anterior y la supremacía ideológica.
Como padre, como tutor, como ciudadano consciente y concienciado, de esta sociedad, me gustaría que las materias universales fueran absolutamente comunes en todo el estado, reservando espacios para un desarrollo autonómico, en aquellos lugares donde tal espacio tuviera sentido. Una historia común, una geografía común, unas matemáticas comunes, y no diecisiete interpretaciones del mismo tema, que provocan nacionalismo y frentismo. Y una ley consensuada por las fuerzas políticas capaces de gobernar que garantice su pervivencia por un periodo suficiente para que dos o tres generaciones de estudiantes puedan complementar su formación con elementos comunes en su evolución formativa.
Como ciudadano responsable, comprometido, mi lucha ha de ser por una absoluta igualdad de oportunidades a igualdad de capacidades, y lograr que el estado cree los recursos necesarios para que la tal igualdad sea efectiva. Caer en un falso debate, preocupándome de donde han de educarse nuestros hijos, sin haber, previamente, solucionado cómo o en qué han de ser educados, una forma de ceder ante la mediocridad imperante
No, desde luego, los padres no somos los propietarios de nuestros hijos, pero el estado tampoco. Y si ese estado además se preocupa más de la imposición de su ideología, de imponer su visión de la sociedad más que en respetar la visión mayoritaria, en detrimento de la divulgación del conocimiento y de la capacitación de sus ciudadanos, podríamos llegar a convenir en que no solo no es el propietario de nuestros hijos, si no un mal a enmendar.
Y en esas estamos desde hace más de treinta años, más de cuatro leyes educativas, en una decadencia documentada y constante de nuestra calidad educativa. Y abismando.