A pesar de que lo diga la copla, y por más que suelo sostener la mucha verdad que hay en los dichos populares, creo que la distancia, no solo no es el olvido, si no que es el fundamento básico del análisis de la razón.
No existe enfoque objetivo sin la distancia precisa, porque si nos distanciamos excesivamente apenas podremos atisbar aquello, sea objeto, sentimiento o pensamiento, que pretendemos analizar, y si nos acercamos demasiado será complicado enfocarlo, ni tener una perspectiva lo suficientemente amplia para apreciar todo el entorno que necesita el análisis.
Me decías, a propósito de la reflexión de la equidistancia, qué cómo se puede alcanzar el centro, ese centro desde el que un hombre prudente no puede equivocarse, y ese es precisamente el quid de la cuestión. ¿Dónde está el centro? ¿Cómo se puede encontrar?
El centro al que yo me refiero, a pesar de que su nombre pueda llamarnos a error, no es un punto geométrico, un punto concreto en el espacio que nos permita considerarnos con capacidad para acercarnos a alguna verdad, no al menos de la geometría física o del espacio dimensional, porque el centro del que yo hablo es el centro de una geometría emocional y filosófica, qué, como todo concepto reflexivo, es el lugar ideal desde el que podemos afrontar cualquier análisis, con una independencia real, que no esté contaminado con ideas preconcebidas, prejuicios y convicciones adquiridas en nuestra búsqueda. Un centro desde el que todos los puntos a analizar quedan a la misma distancia emocional del analista.
Muchas veces, en algunos ámbitos iniciáticos, he oído declarar, pomposamente, con una soberbia revestida de falsa modestia que invalidaba cualquier posterior valor de esa persona, que uno empieza a ser maestro cuando comprende que nunca dejará de ser aprendiz, para, a continuación, implícita, o explícitamente, declararse aprendiz con la única finalidad de ser considerado maestro. Sin la más mínima reflexión que lo sustente, sin una sola idea original que le permita sostener la tal maestría, sin una sola aportación personal a un ideario o progreso del pensamiento, refugiado en la repetición incesante de mantras adquiridos y pensamientos ajenos repetidos sin fuste, ni atisbo de haberse asomado a la comprensión real del pensador original.
Así que parece que, para ser maestro de algo, hay que declarar ser aprendiz, o pretender haber alcanzado alguna verdad, o alguna comprensión sobre la maestría que supone buscar lo que no se tiene, o tener lo que ya no se busca ¿Para qué buscar lo que ya se ha encontrado? como bien aseveraba Blas Piñar en su justificación del inmovilismo.
La única forma de alcanzar el centro, la única conocida, es la búsqueda dicotómica, el método de análisis-error, que nos permite ir aproximando el objetivo por descarte de su logro. Esto es, yo selecciono una distancia, y desde ella intento analizar el objeto, o lograr la verdad, pero pronto podré percibir que mi distancia no es la misma a todos los puntos del análisis, por lo que tendré que alejarme o acercarme, estableciendo un nuevo centro desde el que comenzar el estudio, y así sucesivamente, logrando una aproximación que nunca, por entorno, por educación , por convicciones personales, por influencias en mi evolución, nunca llegará a ser el verdadero centro, lo que me llevará a la única certeza plausible, que sigo estando equivocado.
Si recurrimos a la metafísica, es evidente la identidad entre el centro y el origen de la creación, el creador, sea obra, accidente o consecuencia, su comprensión, y en estos términos seguramente se hace más evidente la dimensión de la búsqueda, la imposibilidad del resultado final y satisfactorio de la misma.
Maestro, al fin y al cabo, es aquel que tiene algo que enseñar, algo que aportar al camino del conocimiento ajeno, algo nuevo y personal resultante de sus propios fracasos. Maestro, en su concepción más pura, es aquel capaz de incitar a la búsqueda del centro, no el que intenta explicarte donde está, no el que intenta explicarte donde creen haberlo encontrado otros.
Por eso, querido amigo, la distancia no es el olvido, si no la búsqueda del punto necesario para alcanzar la perspectiva, y por eso, permíteme la chanza, que me llames descentrado puedo considerarlo un halago, un interés legítimo por mi persona.