Hace no mucho, comentábamos la inefable manía de circunscribir nuestra vida, duración, calidad, expectativas, al número de vueltas que la tierra da alrededor del sol con nosotros incluidos, y de cómo esta entelequia llamada tiempo, su transcurso, influye en ciertas personas de forma determinante, tan determinante que se podría hablar de gerontofobia, aunque quizás, dado que el límite gerontológico, el guarismo que lo hace entrar en vigor, varía según los individuos y sus perspectivas, tendríamos que plantearnos otro palabro para designar a la fobia al tiempo que transcurre (“tempus fugit”).
Incluso, tal vez, habría que acuñar diferentes términos según las características de quién padece este mal. No es la misma casuística la que acontece en una persona joven que considera viejos, inútiles, y caducos a todos aquellos que tienen diez años más que él, que la que proviene de una persona madura que no soporta seguir cumpliendo años, y la decadencia física que eso puede suponer, que esa suerte de letargo invernal en la que caen personas que, teniendo ya una cierta edad, que ellos consideran mucha, sufren la obsesión de una vida sin alicientes, ni futuro.
Sí, la obsesión de base es la misma, la inteligencia del proceso es similar, pero el enfoque con el que hay que tratarlos es distinto. No es lo mismo el que considera que todo lo anterior a él es un estorbo decadente, que el que vive obsesionado con un paso del tiempo que no puede evitar, y que amenaza a su presente, que el que cae en una apatía que le impide disfrutar de una vida que, en cualquier edad y circunstancia, se escapa, transcurre.
Voy a intentar presentar las tres modalidades de gerontofobia, incluso la de gerontofobia institucional, compartiendo contigo experiencias personales que la describen con bastante exactitud.
Creo que la más evidente de ellas es la gerontofobia juvenil, o de “cabeza ajena”. Es raro el joven que, y ha sucedido siempre a lo largo de la historia, no se considera rebelde respecto al mundo que hereda, el que no considera que tiene tiempo, y fuerzas, para que el mundo heredado se transforme según sus deseos y pueda sentirse pleno en su logro. Mide mal sus fuerzas, mide mal sus capacidades, mide mal el respeto hacia los que no comparten su idea, su ideario, su ideología, y cuando empieza a comprenderlo pasa por dos etapas dolorosas, la primera es la de la gerontofobia, nada puede cambiar porque los mayores están obstaculizando los logros de la juventud, luego el primer mandato es buscar los resortes para apartarlos de la vida activa y ocupar el hueco que considera que, por naturaleza y fuerzas, le corresponde. La experiencia y la sabiduría no aportan, son un obstáculo a derribar, ni siquiera importa si en algún momento compartieron esas ansias, esas ideas.
Corrían, volaban en realidad, los últimos años de la década de los sesenta del siglo XX, cuando en Galicia, en un movimiento con tintes ácratas, sociales, no políticos, se inició de forma bastante generalizada la práctica del nudismo salvaje, sin reglamentación, sin permisos administrativos, ni, por supuesto, aquiescencia gubernativa. MI pandilla fue una de las primeras en incorporarse al movimiento. Con quince, dieciseis años, empezamos a buscar rincones no frecuentados en los que poder disfrutar de su práctica. Fuimos apedreados por los paisanos de la zona, fuimos perseguidos por la Guardia Civil, y llegamos, en una ocasión, a encontrarnos rodeados por fuego, un fuego con mucha apariencia de haber sido provocado. Pero persistimos y, diez años después, esos lugares se convirtieron en lugares donde el nudismo se practicaba de forma abierta y sin tapujos. Hace unos años, pocos, se me ocurrió ir a uno de ellos y me encontré un sitió que había perdido la belleza de lo poco usado, de lo recóndito, de lo salvaje, y a cambio la masificación de usuarios de edad entre los veintitantos y los treinta y tantos me miraba como si fuera un marciano en medio de la Gran Vía madrileña. No puedo explicar la sensación de rechazo, repulsa, condena, que había en sus miradas, un viejo mancillando sus dominios, parecían decir sus gestos, sus miradas. Me dieron ganas de explicarles que si ellos estaban allí, tan ricamente, era gracias a que yo, entre muchos otros, nos la jugamos en su día para lograrlo, sin despreciar a nadie, sin imponerle nada a nadie, simplemente haciendo cotidiano lo extraordinario, pero caí en la cuenta de que la gerontofobia no se combate con la palabra, con la razón, con la experiencia, solo con la edad y la inteligencia. Ahora busco, de nuevo, los rincones, los momentos y me siento igual de perseguido que hace cincuenta años por los mismos que dicen aborrecer la represión política de aquellos tiempos.
Tampoco es fácil de combatir la gerontofobia de la mediana edad, la gerontofobia de espejo, en la que incurren personas que buscan en sí mismos la decadencia, cualquier signo de decrepitud o envejecimiento con furor obsesivo, diario, en los espejos, en una suerte de búsqueda prematura, la vejez es prematura incluso a los noventa, de signos que aparezcan en su cuerpo, en su cara, de que su tiempo transcurre. Y el que busca haya, siempre, y nuestro cuerpo evoluciona desde que nacemos, desde que vivimos. Y en esa huida imposible recurren a la cirugía, a las cremas milagrosas, y sufren, sufren la imposibilidad de aceptarse a sí mismos y la pérdida permanente del vivir el presente que no es operable, ni enmascarable. Algunos, en su carrera, acaban convirtiéndose en máscaras irreconocibles de ellos mismos, cuando no en monstruos de rasgos que acaban resultando repulsivos, o en seres de absoluta inexpresividad causada por la tirantez de sus pieles o la pérdida de función de sus músculos.
Hacía mención al inicio de esta carta a una anterior, que le escribí a una amiga que todos los días de su cumpleaños llora amargamente y que busca a diario, en el espejo, signos del tiempo que no hubiera apreciado el día, anterior, e incluso se anticipa a ellos, en una carrera perdida de antemano. Esta es una gerontofobia que puede acabar destruyendo al que la siente, porque es, al mismo tiempo, sujeto y predicado, portador del sentimiento y protagonista del rechazo.
Hace poco, en un foro en el que estoy, alguien colgó las frases que definen perfectamente la gerontofobia de vejez, o de autocompasión: “Envejecer es un asco”, “De mayor no hay planes de futuro a largo plazo, y eso es deprimente”. Claro, lo del largo plazo es tan subjetivo…, yo por eso, cuando hago planes vitales, no les pongo plazo, hasta que dure, y eso, ni a los dieciocho lo tienes claro, en cuanto a lo de que envejecer es un asco, solo si pretendes hacer con sesenta años lo que hacías a los veinte con las mismas facultades, aunque tal vez entonces olvides que tampoco a a los dieciocho podías hacer lo que haces ahora con las mismas facultades. Desde luego no hay peor vida que la de aquel que no acepta la suya como es y puede ser, y no la exprime hasta la última gota. La de aquellos que confunden vivir, con estar vivo.
Y últimamente asisto perplejo, preocupado, furioso, a la gerontofobia gubernamental, oficial. A las medidas en las que se ignora, por causa de la edad, a la mayoría de la población cuando hablamos de medidas de movilidad, de ordenamiento social, de protección. Habla el director de tráfico, personaje lamentable donde los haya, que habría que plantearse la retirada de los permisos de conducción a los mayores de setenta años, y se queda tan pancho. ¿Por qué de los setenta y no de los cuarenta? ¿O de los noventa y cinco? ¿Y si lo que nos planteamos es la retirada a todos esos conductores que demuestran día a día su impericia, su falta de cualidades, para conducir, independientemente de su edad? ¿Y si lo que debemos de hacer es dejar de pagar su sueldo a políticos populistas e inútiles como el señor al que me refiero? Pues seguramente el mundo iría un poco mejor, al menos hasta que el principio de Peter nos pusiera en el machito al siguiente mediocre en el escalafón, o sea, casi de inmediato, porque, si algo demuestra la Gerontofobia oficial, la de despacho, es la mediocridad de los que la expresan.
Yo, personalmente, aprendí a conducir en el campo cuando tenía ocho años, llevo a mis espaldas casi tres millones de kilómetros recorridos, y, próximo a los setenta, aún estoy en condiciones de dar lecciones de como se circula en carretera a miles de gerontófobos de corta edad que confunden el coche con un instrumento de tortura en el que conducir es una actividad que produce agotamiento. Sí, en su caso agotamiento, agarrotamiento y contracturas musculares dada la incapacidad manifiesta para desarrollar la actividad correctamente.
Definitivamente, cualquiera que sea el tipo de Gerontofobia que se sienta, sea quién sea el que la siente, la frustración de las expectativas, la culpabilización de un movimiento mecánico de un planeta alrededor de su estrella, por mucho que sea el nuestro y nos afecte, no es otra cosa que la medida de algo tan inaprensible, tan irreal, tan incomprensible como es el tiempo, que, posiblemente, solo existe porque lo medimos.
He visto a los relojes moverse hacia atrás en presencia de la muerte, he visto a los relojes correr en presencia de la felicidad e, incluso, detenerse en circunstancias de máxima tensión, y por eso, porque he visto su mentira, no serán los relojes, los calendarios, los movimientos mecánicos de ninguna índole, los que me digan cuales son mis potencialidades, mis expectativas.
Es más, estoy pensando en algunas respuestas que buscar, en algunos lugares imposibles que visitar, después de la muerte de mi cuerpo, y eso si que son planes a largo plazo.