CARTAS SIN FRANQUEO (IV)- EL SILENCIO

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Hablábamos el otro día del silencio, de la necesidad de acallar los sentimientos, las emociones, como forma de no herir a los demás, como vía de una maduración por el mismo transcurso del tiempo.

El silencio es una de las actitudes más ponderadas en los lugares donde se trabaja la luz, la sabiduría. Hay quienes consideran que el silencio es la actitud, por excelencia, del sabio. Yo no lo tengo tan claro. No todos los silencios son mudos, ni todas las palabras son ruido, porque si esto fuera así, si solo el silencio distinguiera al sabio, al prudente, ¿cómo podría transmitirse el conocimiento?

Claro que hay gente que cuando habla del silencio, demostrando una cortedad de miras que justificaría el suyo, solo habla de la ausencia de sonido. Ese es un silencio con eco, pero no es el silencio. El silencio absoluto es la ausencia de comunicación, incluida la comunicación con uno mismo. Y este silencio implica la ausencia de cualquier medio de relación, escrito, hablado, luminoso o mental. Y si no hay comunicación no hay conocimiento, ni transmisión del conocimiento ¿de qué sabiduría hablamos, entonces?

El silencio, los silencios, en música se escriben, en literatura se describen y en los procesos mentales se reflexionan. ¿Qué silencio ponderan entonces los sabios? ¿El silencio que ponderan los tontos lo hacen sólo porque se lo han oído decir a los sabios? La cuestión es compleja.

Sumámonos por un momento en el silencio reflexivo e intentemos ver qué tipos de silencio nos encontramos alrededor:

  • El silencio absoluto. Que en realidad sería tan imposible como el vacío absoluto, o esa inconcebible nada que desmentimos cuando nombramos.
  • El silencio cómplice. El silencio de los secretos, de las medias verdades, de las mentiras compartidas, de los amores ocultos, que más que silencio es la ausencia de verdades.
  • El silencio hierático. El silencio como postura, como pose, como distancia, como dignidad defendida, como miedo a la comunicación.
  • El silencio ignorante. Es ese silencio que se compone de preguntas calladas para evitar que los demás sepan lo que ignora el que calla, y que seguirá ignorando por su incapacidad de enfrentarse a su propia ignorancia y preguntar para saber. Es un silencio triste, con aires de culpabilidad y siempre al acecho de aquello que puede averiguar sin tener que preguntar. Es un silencio adolescente, incompetente, inmaduro.
  • El silencio reflexivo. Justo antes de la palabra. El silencio que se utiliza para ponderar, para escuchar a los demás, para ordenar las propias ideas antes de ser expuestas. Es la pausa del orador, la idea del filósofo, la punta de la aguja antes de la puntada.
  • El silencio declarado. Es aquel silencio del que proclama tener algo que decir, pero no lo hace. Puede ser porque realmente ese silencio sea su único y real comentario. Puede ser porque sintiéndose atacado, menospreciado, vilipendiado, pretende con su silencio acallar el ataque. Puede ser porque ante una situación de palabras no escuchadas se impone un silencio que permita recuperar el oído. Hay múltiples situaciones en las que puede producirse un silencio declarado, y ni todas son zafias, ni todas son inteligentes.
  • El silencio sigiloso, astuto. Tiene un algo de cómplice, un algo de ignorante, pero es algo más, y algo menos. Es ese silencio que se mantiene al acecho, un silencio que nunca lo parece y que busca la palabra ajena con un fin no declarado. Es el silencio del agraviado, del que busca culpables, del que hace de su silencio una forma de moverse en la vida. El silencio que utilizan los conspiradores, de los que callan de frente porque hablan por la espalda. Puede haber silencios sigilosos justificados, pero yo creo que cuando lo son, en realidad se trata de silencios prudentes.
  • El silencio prudente. Es el silencio del humilde, del que busca aprender. El silencio que va tras la pregunta, el silencio que se ofrece para recibir la respuesta. El silencio del que no sabe y espera aprender sin esconder su ignorancia, sin avergonzarse de su sed de conocimiento. También es el silencio del que pretende evitar un mal mayor, o un enfrentamiento sin salida.
  • El silencio acusativo. Se puede tomar por tal a aquel silencio que se guarda de forma conminatoria ante aquel que atropella la razón o la verdad. El silencio que se niega a ser cómplice de la palabra inadecuada, de la situación incorrecta, de la tendencia nociva.
  • El silencio compartido. Ese silencio en el que vuelan las palabras. El silencio de los amantes, en el que solo hablan las caricias. El silencio de los amigos, en el que los actos valen por palabras. El silencio de los afectos y de los sentimientos que tienen sus propias vías de expresión, sus propios ámbitos de entendimiento sin sonidos.
  • El silencio añorado. Que no es en sí mismo un silencio. Que parte de una ausencia del mismo. Esa situación ideal que provoca el exceso de ruido, le presencia del ruido innecesario e impuesto, la violación del espacio íntimo por un emisor indeseado, ya sea física o intelectualmente hablando.

No estoy seguro, esta inseguridad que es una forma de reforzar mi convencimiento, de que, salvo el silencio prudente y el reflexivo, el silencio muestre ningún síntoma de inteligencia, de sabiduría, superior a la palabra. Es más, e incapaz de contener mi amor por la palabra, me siento inclinado a pensar que el único silencio inteligente es el que está lleno de ideas justo antes de que estas sean expresadas.

Por eso cuando oigo hablar de silencio, me parece oír hablar de incomunicación, una incomunicación que se llena de fantasmas, miedos y presunciones que no durarían un instante a la luz de la palabra. Un silencio que se convierte en una jaula de llave simple, universal y precisa, que no se puede abrir sin el concurso de, al menos, dos. Y entonces es cuando mis palabras piden con desesperación una oportunidad de interrumpir un silencio que es dolor, que es soledad, que es oscuridad. Cuando mi palabra pide ser la segunda parte de la llave que rompa ese silencio.

Quien cree que el silencio tapa, protege, acalla o deja transcurrir, comete tantos errores como virtudes, o beneficios, pretenda concederle a ese silencio. Y si el silencio es oscuridad, la palabra es luz, y solo hay que saber cuánta luz deseamos, cuando la necesitamos, de donde tomarla, y administrarla, entonces sí, sabiamente.

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