Lo he dicho por activa y por pasiva, y no por ello voy a dejar de repetirlo, cuanto más es el ruido que hace cualquier asunto, más tiempo hay que tomarse para digerir y aislar esa marea de sonido que hace imposible una reflexión serena, libre de presiones y sensaciones impuestas. Y eso me ha sucedido con la ya pasada moción de censura, en la que, ya antes de producirse, sin haberse escuchado, todas las partes, las mil, habían tomado decisión sobre su postura, lo que me parece una falta de respeto hacia sí mismos, hacia el resto de intervinientes, y hacia aquellos que los votan, exceptuando entre estos a los forofos de todo color y pelo, que tampoco a mí me merecen un especial respeto.
Pues sí, querido amigo, dentro de todo el ruido, de toda la parafernalia, de todos los intereses declarados y no declarados, de todas las mentiras interesadas y todas las gratuitas faltas de respeto, a mí, lo de señor Tamames en el Congreso, una vez escuchadas las partes, una vez sopesadas las palabras, no me pareció una moción de censura, creo que ni intentó serlo, me pareció una moción de mesura.
La crueldad de los mensajes en las redes sociales, en las declaraciones de políticos de todo pelo, y pluma, la violencia verbal en las intervenciones previas sobre el supuesto candidato, sobre su edad, su trayectoria política, su decadencia intelectual, y otras lindezas sin cuento, sin caridad, sin calidad humana, dicen más de los dicentes que de la persona a la que se refieren. Sin olvidar, olvidar es un pecado que no se debe de cometer jamás, que la mayoría de los exabruptos vertidos en toda suerte de foros y medios de alcance social, han sido vertidos por señores que recriminan en los demás el uso de adjetivos de tipo calificativo descriptivo que estén ajustados a una realidad, que pretenden maquillar de una forma maniquea, en realidad instalada en la censura ajena, mediante artificios lingüísticos dignos de una carta de restaurante con estrella Michelín.
Si, en este caso, yo fuera un payaso profesional, me sentiría aludido y ofendido por la utilización de mi profesión como insulto contra un semejante. Es más, y siguiendo su lamentable práctica de un idioma lleno de recovecos, reconvenciones y censuras, solicitaría que a partir de ahora me llamaran técnico en actividades hilarantes, o algo así.
Incluido yo, por supuesto, que a priori tampoco entendí lo que pretendía Vox, y que, al fin y la postre, acabó resultando la puesta en escena de un teatrillo interpretado por una conjunción de perdedores sin nada que perder. Es lo más balsámico de la derrota, que solo duele si conlleva alguna pérdida, lo que no es el caso: Vox ha puesto en marcha una campaña electoral con antelación a sus oponentes, caracterizada por tener un eco mediático importante a nivel nacional, a coste cero, y el supuesto candidato se ha permitido el lujazo de cantarle las verdades del barquero a unos cientos de mediocres pagados de sí mismos que habitan un lugar al que faltan al respeto todos los días, y que ocupan por cuenta y encargo ajenos, actuando de espaldas a los intereses reales de esos encargantes.
Solo la soberbia, y la falta de capacidad intelectual y política, de los supuestos representantes de todos los españoles, evitaron que el sonrojo y la vergüenza tiñeran cromáticamente el hemiciclo, pero pretender que exista la vergüenza en el reino de la desvergüenza es como pretender encontrar gigantes en Liliput. Y el simple hecho de hacer esta consideración ya demuestra la necesidad de que esa llamada de atención existiera, y, oh tristeza, oh lamento, la certeza de que se dijera lo que se dijera, la soberbia y el desprecio hacia la verdad y la razón que imperan en ese recinto ideado para el diálogo, harían inútiles las palabras.
Pero no por inútiles las palabras deben de callarse, y eso es lo que, aunque lejos de mis ideas, lejos de mis aspiraciones, lejos de mis opiniones y anhelos, hoy debo de agradecer a Ramón Tamames, y por ende, a quién con unos intereses espurios, con unos intereses que no puedo compartir, le facilitó la posibilidad de decirle a esos personajes deleznables que habitan el foro que debería de representarnos a todos, lo que a muchos nos gustaría decirles, lo que a muchos nos gustaría echarles en cara, aunque solo fuera con la intención de, dado su absoluto desprecio hacia cualquiera que disienta de sus mentiras de parte, dada su absoluta falta de legitimidad ética como representantes de unos ciudadanos que se sienten ignorados porque quieren otro fondo, otras formas, otro devenir, decirles cuatro verdades y observar su incapacidad para escucharlas, lo que constataría su invalidación como representantes de otra cosa que no sean ellos mismos y sus apetencias.
Sí, Don Ramón Tamames, padre de la constitución actual, economista, y con la edad suficiente para que le importe un pito lo que puedan opinar de él; con una trayectoria profesional, política y humana bastante como para que le importe una higa que una caterva de mediocres pagados de sí mismos, que no han demostrado otra cosa que su sectarismo y su falta de capacidad para escuchar, ignoren sus palabras y sus llamamientos a una idea mejor de lo que es la convivencia; con una sabiduría vital e intelectual sobrada para que le importe un huerto entero ( incluidos rábanos, pimientos y otras hortalizas varias), los exabruptos de sus patéticas señorías, incluidas las solidaridades interesadas de aquellos que lo presentaron.
Yo sí escuché, no completas, no con toda la atención que seguramente merecían, las palabras que, por unos instantes, volvieron a resonar en el foro en que todos deberíamos de sentirnos representados, en el que solo deberían de escucharse los intereses de todos, nuestros anhelos de convivencia, nuestro afán de vivir en paz, nuestras expectativas de futuro, las ilusiones que en otros momentos nos hicimos de lo que debería de ser nuestra convivencia, y que acallaron por un breve tiempo los insultos permanentes, el frentismo inclemente, la sordidez ideológica, el forofismo rabioso, la desvergüenza de la mentira como estrategia: preparada, compartida y difundida.
Por eso, pasados los ecos, las rabias, el ruido, yo sí estoy contento de que una voz pausada, fundada, acostumbrada al diálogo, presentara durante un par de días, para que los que tuvieran oídos libres de pertenencias fanáticas pudieran escuchar unas ideas que pudieran trascender pertenencias, convicciones y señalaran el camino de la esperanza. Lo que se podría llamar una moción de mesura.
El discurso de don Ramón Tamames ha sido el último discurso de talla político-intelectual del Congreso. Pasará a la historia.
Ahora tocan otros tiempos…otras “personajas, personajos” y demás sufijos, para reventar nuestro ánimo, nuestra libertad y nuestros tímpanos…