Tengo una duda que, sin llegar a ser existencial, ni siquiera vital, me lleva persiguiendo desde los tiempos aquellos del franquismo, el puritanismo nacional-católico, o del régimen, y los secuestros de revistas que en casa de mis padres vivíamos en primera línea. ¿Qué inalcanzable, para mí, justificación ética permite a un ser humano en posesión de sus facultades, se supone, agredir a otro, física o intelectualmente, con la intención de anular su pensamiento y someterlo a unos cánones que él ha establecido? ¿Con qué extraña herramienta de medir, es capaz de mensurar intenciones ocultas, perversiones explícitas, o agresiones que solo están en su mente?
La libertad es a la ética, la libertad individual, la libertad sin apellidos, la libertad sin peros, ni fronteras, la libertad ejercida desde una ética impecable, lo que la belleza es a la estética. El culmen, la perfección del proceso evolutivo, mirar a la divinidad de tú a tú, y por tanto, deseable pero inalcanzable. Y eso, la belleza, la libertad, y el libre pensamiento imprescindible para desearlas y ejercerlas, son objeto de persecución permanente por parte de aquellos que quieren una sociedad que no tenga más ética que la que ellos dictan, ni más estética que la que sus ojos, sus miopes, sus enfermos, sus atrofiados ojos, son capaces de contemplar sin que el exceso de belleza los conturbe y los abrase, o abrase los cimientos de su pacata y acomplejada idea de la sociedad.
Si, exacto, hablo de los censores, hablo de los puritanos, hablo de los inquisidores, hablo de los activistas de cualquier signo y tendencia, hablo de los defensores, a gritos y golpes, de minorías, hablo de los algoritmos a los que alguien programó para velar por la pureza moral de la sociedad, en nombre de unos principios que en ningún sitio han sido sancionados, validados, admitidos como únicos y universales, entre otras cosas porque tales principios no existen, no son posibles. Hablo de los gendarmes de las conciencias ajenas, de los salvadores de la moral colectiva, que aberración, de los guardianes de un futuro indeseable por distópico, de los salva-patrias, salva-almas, y salva-conciencias, que se dedican a decirle a los demás lo que son incapaces de decirse a sí mismos, que están enfermos de intolerancia, que son reos de una conciencia deformada, que su camino no tiene otra meta que el fracaso, dejando en su transcurso odios e intolerancias de signo contrario, que perjudican gravemente lo que dicen defender.
Y si repulsiva es la censura humana, si repelentes son esas censuras encubiertas de ideologías populistas, vocingleras, exacerbadas y perniciosas, el colmo es la censura tecnológica que las redes, las benditas y malhadadas redes, benditas por su cara positiva, constructiva, malhadadas por su uso pernicioso y cómplice, intentan imponernos mediante denuncias anónimas, la más baja estofa de los censores, ya que, aparte de intolerantes, lo son desde la cobardía del anonimato, en connivencia con unos programadores culpables de programar la censura, y unos directivos tecnológicos más inclinados a la hipocresía, que a la libertad, y que promueven, y defienden, una moral que solo ellos validan, curiosamente llenas de pornografía, llenas de actitudes intolerantes rayanas en la violencia, usadas para la promoción de actos violentos y masacres, herramientas de persecución de imágenes, generalmente desnudos totales o parciales, femeninos, no velados, reivindicativos, o puramente estéticos, y que no persigue, al fin y a la postre, más que la persecución y caza del librepensamiento, en concreto, y de la libertad, en general.
Hace ya un par de años, tal vez más, a mi amigo Agustín Martínez Eugui, cuyo curriculum no voy a desglosar aquí, porque deforestaría el Amazonas, pero que es, entre otras muchas cosas, pintor, le cerraron la cuenta del cara libro porque a algún atormentado de la imagen femenina explícita, le escandalizó un cuadro con el desnudo de la mujer de Agustín, y menos mal que no lo denunció por proxeneta, o cualquier otra aberración mental que solo habitaba su hueca cavidad cerebral. Tal disparate, a pesar de lo evidente, no tuvo vuelta atrás durante un tiempo, en el que el bueno de Agustín vivió en la perplejidad de no sentirse culpable por la difusión de una imagen que, independientemente del color de los óleos utilizados, era totalmente blanca. Anteayer, inopinadamente, me fue comunicada la restricción de publicación en mi cuenta, otra vez en el cara libro, porque alguien había denunciado, el uso como imagen de un artículo mío en Plazabierta, “Las Tetas de Amaral”, una fotografía del hecho, como difusión de imágenes ofensivas. La imagen, si buscan el artículo podrán comprobarlo, ni siquiera es propia, es la misma imagen que difundieron las televisiones, la misma que difundieron la mayoría de las cabeceras de la prensa escrita, la misma que ha circulado por redes y grupos, y que, además, había sido publicada hacía algo más de un mes, pero aún así, a una mente enferma, a una mente compuesta por menos neuronas útiles que átomos tiene el vacío absoluto, le pareció ofensiva, peligrosa, pornográfica.
Lo triste, lo aún más triste, es pensar que el proceso de censura, el proceso de cercenamiento de la libertad, se inicia, cobardemente, de forma vergonzante, en un ser anónimo que ve en las tetas de una mujer oscuros objetos de deseo, que, seguramente, se escandaliza ante la lactancia, o las transparencias, pero que alimenta su oscuridad en los pozos abyectos de la pornografía ajena, de lo que se niega a sí mismo, en la suciedad de una moral que lo atormenta y persigue. Pero si empieza así, no es menor que continúa en unos algoritmos pre programados para acatar las denuncias sin cuestionarlas, circunscritos a procedimientos de revisión sin intervención humana, sin descartar que pueda intervenir alguna persona, claramente robotizada, un funcionario insensible a cualquier razón o razonamiento, una especie de androide descerebrado, privado de sentimientos y emociones humanas, que son los que finalmente sancionan al margen de cualquier recurso, que no se admite, o planteamiento explicativo, para el que no hay previstos canales, ni opciones.
Así que, según la censura tecnológica, todo parte de un acusador anónimo, si no seguramente se le caería la cara de vergüenza, pasa por un fiscal inhumano, es sentenciado por un juez inexistente, y condenado conforme a una reglas incuestionables y desconocidas, que son puestas en duda por la misma resolución adoptada, y su absoluta falta de transparencia. Todo un ejercicio de libertad. Todo un monumento a la inteligencia anónima, al denunciante anónimo, al censor anónimo.
En la zarzuela “Gigantes y Cabezudos” se cantaba aquello de: “Si las mujeres mandasen…”
Ahora deberíamos cantar: “Si los algoritmos mandasen…”
Ya mandan los algoritmos; pero lo del XXI no es nada con lo que le espera a la especie humana en el XXII.
Como bien ejemplificas, no son las máquinas sin alma las culpables; lo son los especímenes humanos de almas negras como el carbón…
Lo que no saben esas almas negras es que la luz vence siempre a la oscuridad.
Los libres son inmortales…