Estoy convencido de que lo he dicho muchas veces, pero, por si acaso, lo diré una vez más, y cuantas haga falta, no me da la gana de hablar de la guerra, no me da la gana de hablar de intereses justificables, de bloques predominantes, de ideologías castrantes, ni de sinrazones esgrimidas. Pero sí quiero hablar de los muertos gratuitos, esos que han muerto en medio de una fiesta, de un paseo, en el salón de su casa, un día que estaban haciendo planes para el resto de su vida, sin sospechar que el resto de su vida estaba cayendo sobre ellos en forma de misil, bajando de unos vehículos, en forma de fanáticos inducidos, en la puerta del lugar en el que se encontraban, en forma de imbéciles que tienen necesidad de sangre ajena y la cabeza colonizada.
No, no quiero hablar de la guerra. No quiero caer en la tentación, en la estúpida tentación, de ciertos políticos, de considerar que hay buenos y malos, cuando lo único que se cuentan son los muertos, las vidas truncadas a las que las razones, a las que la razón, ya no las asiste. No quiero hablar de agredidos inocentes, presuntamente inocentes, porque la inocencia no es algo absoluto, ni mensurable, porque la inocencia se pierde cada vez que se justifican unos actos injustificables, o se vota a personas que los cometen, con unos u otros argumentos cargados de tristes y rastreras razones que concluyen en justificaciones, en auto justificaciones, para futuros agresores.
Tampoco quiero caer en la estúpida posición de justificar a los agresores, fanáticos, seres de mente violada por manipuladores, por iluminados teocráticos, o autócratas iluminados, cuya razón última solo la conoce una mente enferma, desviada, homicida, la suya.
No, creo haberlo dicho tantas veces como he dicho que no voy a hablar de la guerra, no voy a comprar la justificación de ni un solo muerto. La muerte, sea de uno, como si es de un millón, es lo único absoluto que existe en la vida. El único acto sin vuelta atrás, el único hecho que no admite arrepentimientos, porque la víctima no puede ser restituida en lo que ha perdido, y por tanto no hay nada que justificar, nada que razonar, nada que argumentar, y quién lo haga, para mí, está a la altura ética de los que lo perpetran, de los que lo ordenan, de los que lo traman.
No voy a hablar de un conflicto con miles de años a la espalda, que nadie ha querido, quiere, solucionar, y que se alimenta de la sangre que va vertiendo episodio a episodio, porque ese conflicto, perverso, interesado, homicida, cruel, se refocila en su propia crueldad para lograr un mayor odio, que, al final, es el único objetivo que persiguen, ese odio feroz, ciego, que permite a alguien pensar (extraño verbo en este caso) que está justificado decapitar niños, matar bailarines, o provocar una matanza de los propios para mayor escarnio de los que la perpetran, sin pararse a pensar que los únicos odiosos, odiables, despreciables, son, sean con los motivos que sean, los que matan, los que inducen a matar.
No voy a hablar de un conflicto que tiene toda la pinta de ser sucursal de intereses ya presentados en otros conflictos, en otros territorios, de los que detraer armas, hombres, y, sobre todo, muertos. Muertos que, más allá del acento, del idioma, o del lugar de nacimiento, mueren por intereses geoestratégicos (mierda de palabra) de líderes homicidas que no hablan su idioma, que no tienen su acento, que han nacido en países ajenos. Autócratas que juegan al ajedrez con el mundo, y que no consideran a los hombres que luchan, más que como peones de una partida en la que ellos pretenden no mancharse, aunque, fuera de fanatismos, están cubiertos de mierda, y de sangre, y poseídos por el odio que sus fanáticos provocan.
No, es inútil hablar de la guerra, porque las palabras sobre la guerra solo sirven para equivocar, para crear bandos, para provocar filias y fobias que acabaran generando fronteras, físicas, mentales, intelectuales, de todo tipo. Porque las palabras sobre la guerra suelen ser tan perversas, tan sucias, tan crueles, como la guerra misma; porque pretenden equivocarnos, implicarnos, hacernos tomar partido, y tomar partido es entrar en guerra.
No, yo no puedo, ni siquiera suponiendo que tuviera razones, justificar a un fanático asesino en cuyos ademanes observo la satisfacción por el daño inferido, un cierto placer por la muerte provocada, una luz tenebrosa y satisfecha en la mirada con la que contempla a sus víctimas, una alienación placentera en la perspectiva de provocar sufrimiento a sus rehenes. Pero tampoco puedo, ni quiero, justificar a víctimas que, de motu proprio, o por interpuestos, justificaban la opresión, la discriminación, momentos antes de convertirse en víctimas, de aquellos que sirven de excusa a los agresores, a los que crean a los agresores, para alimentar el odio.
No, explicar la guerra no hace que sea menos cruel, menos incomprensible, menos intolerable, menos inhumana; explicar las razones de la guerra es rebajar el razonamiento a categoría de justificación, es degradar el pensamiento a nivel de fanatismo, o de dogmatismo.
Mi único argumento es parar la guerra, esa guerra que solo parece que pueda pararse cuando ya no queden posibles combatientes, cuando no quede sangre para alimentar a los monstruos que viven de sus consecuencias. Como dicen mis propios versos:
“Que se calle la guerra,
Que se está callando,
Porque no quedan niños.
Están soñando”
Mis deseos de felices sueños a las víctimas, y mi homenaje expresado en mi negativa a hablar de una guerra que amenaza con poner a dormir definitivamente a miles de personas. Seguiré, matéis a cuantos matéis, creéis el horror que creéis, sin hablar de vuestra mierda de guerra.
Las injusticias se convierten, por mediación de los mesías del fanatismo, en armas terribles que se revuelven contra el supuesto enemigo. Y en el proceso, cada muerte se convierte en una nueva, brutal injusticia. Venganza, aterradora palabra que produce sed, como si de una necesidad biológica se tratara (¿lo es?). Violencia, el brazo armado de la venganza, que produce escaladas, ascensiones a las alturas, apoyándose en las injusticias, los muertos anteriores, para seguir elevándose sobre más y más cadáveres, cada paso más sanguinario y cruel que el anterior (como en Tito Andrónico), hasta llegar a la cima, hasta el último de todos (¿existe, realmente, la cima?). No parar mientras haya algo que vengar, alguien que morir. Matar, matar y matar. Morir, morir y morir. Ojo por ojo…
Por desgracia la que sí duerme es la razón y las desveladas son la crueldad y la huesuda de la guadaña.
Cada día siento más asco de la sombra que porta nuestra especie; esa que descubrimos en nosotros mismos cada vez que odiamos…
Extraordinario artículo.
Muchas gracias.
Creo que la violencia que se desarrolla en estos conflictos no es propia de la especie, como apuntas, Catalina, y aunque su origen, como apunta Alejandro, se suele situar en la venganza, a mi me parece todo un proceso alimentado por el sistema para su propio control. La respuesta ya está escrita en la siguiente carta sobre la violencia.
Me gusta tu forma de NO HABLAR DE LA GUERRA.
Escribes mejor, y trasmites más, que jugando al pádel………