También, también la eternidad nos ha resultado imperfecta, con mácula de dimensiones, con defecto de existencia. Pero ¿Es eso posible? En teoría no, pero en la práctica, sea una realidad individual, sea una fantasía cósmica, o un “Matrix” de realidad irreal, lo que es evidente es que el mero hecho de poder pronunciar un “soy” revela un instante de consciencia imposible, un atisbo de tiempo inviable, en la supuestamente perfecta trama de la eternidad.
Me imagino, en un ejercicio por poder explicar de alguna manera lo que pienso, porque la eternidad es inconcebible, es impensable, es la negación del ser y del no ser como posibles estados de la consciencia, que la eternidad perfecta se quebró en el momento, en ese instante infinito, en el que empezó a ser, empezó a atisbar el no ser, en el que la base 1, la base divina, la base inalterable que solo abarca el dígito 0, se convirtió en base 2, y dio paso a la dualidad, a la consciencia, al tiempo, a la imperfección.
Ese fue el final de la eternidad, lo cual, así explicado, así escrito, es una barbaridad, porque en caso de que existiera una característica enunciable de la eternidad esta sería que ni empieza, ni acaba, que es inmutable, o, también podríamos decir, con la misma plasticidad léxica, que no es inmutable, o que es no inmutable, o que no es no inmutable.
Veamos, si hay un antes y un después, y el hecho de que yo pueda plantearlo, signifique cósmicamente lo que signifique, se produzca temporalmente como se produzca, ese punto en que yo soy capaz de decir “soy” establece una referencia dimensional que hace relativo todo lo que pueda verse afectado por el posicionamiento vectorial, por la localización espacio-temporal, del punto, del instante. Habrá, a partir de ese momento, infinitos puntos que podrán posicionarse respecto al establecido por mi declaración, y ese simple hecho, el hecho de introducir la relatividad, significa que la eternidad no existe, puesto que algo inmutable no puede ser mensurable, no puede admitir la relatividad, es un absoluto. Pero, tal como hemos ya establecido, que la eternidad no exista, es, al fin y a la postre, lo mismo que qué sí exista, en un claro desprecio a nuestra capacidad de explicar lo inexplicable.
Claro que todo esto está muy bien, y hasta parece que podemos entenderlo, pero ¿qué extraña osadía me permite poner en duda algo que está más allá de la dualidad, del conocimiento, cuya principal característica enunciable es ser inconcebible? ¿Pueden las leyes de lo finito, los conceptos de lo finito, la antesala a lo infinito, poner en cuestión la eternidad? No, absolutamente no, aunque, a la vista está, lo hacemos, y este simple, fútil, posiblemente incierto hecho, pone a toda una eternidad en duda, iba a decir existencial, pero hablando de eternidad el uso de ser, o no ser, o de existir, o no existir, es de una banalidad demoledora, ya que, insisto, una vez más, la eternidad no es , no existe, no está sujeta al ser, o al existir, trasciende todas la palabras, todos los conceptos, todas las consciencias y límites, incluso los ilimitados.
No sé, una vez más, si me he explicado. Ni siquiera sé si lo que pretendo explicar, a pesar de la claridad con que mi mente lo percibe, es explicable. En realidad sé que no, pero mi torpe consciencia, mi insignificante finitud, en medio de una efímera infinitud, no me permite otra cosa, que intentar desesperadamente, entrando en un bucle gordiano de contradicciones, explicar lo inexplicable, asomarme a lo inconcebible, pronunciar lo impronunciable.
Suelo, cuando quiero intentar hacer un ejercicio para explicar lo infinito, poner el ejemplo de los espejos. Pensemos en un sujeto que se coloca entre dos espejos, y de cara a uno de ellos. Su colocación ha de ser tan perfecta que en el espejo que tiene de cara se refleja él, y parte del espejo que tiene detrás, pero nada de lo que se refleja en ese espejo trasero. Bien ¿ya lo han conseguido imaginar? ¿Hacerlo?, no es tan difícil. Pues usted alcanzará el infinito cuando sea capaz de ver en el espejo que tiene de cara, su nuca. Vale ¿y lo eterno? Ah, esa es otra cuestión, en la eternidad no tienen cabida los espejos, ni usted siquiera.
Hace años, en un ejercicio estético puro, concebí un juego de palabras que pretendía resumir todo lo que he dicho:
“La vida del hombre será infinita cuando pueda alcanzar a pie el centro de una galaxia, comer con dios y volver a su casa en una única jornada.
La vida del hombre será eterna cuando dios le devuelva la visita.”
Y, si la eternidad no lo impide, si la voluntad lo permite, no tengo intención de volver a incurrir en la osadía, en la, digámoslo claro, soberbia, de insinuar que mi imaginación es capaz de trascender a mis palabras y explicar lo inconcebible, de intentar verbalizar el Verbo, concebido desde la religión, o desde la razón, que, en este punto de la cuestión, los mismo da, que da lo mismo.
Todo lo que existe es a la vez continente y contenido; la eternidad, ni lo uno, ni lo otro. Sin embargo, por lógica resulta necesaria…
Me encanta leer tus artículos metafísicos.