A Francisco Ibáñez, a Jane Birkin, a Jaime Muela Quesada.

Dice la ciencia que el tiempo no existe, pero, a escala humana, en este cosmos intermedio de la existencia, el devenir y la muerte se empeñan en demostrar lo contrario, de forma brutal, contundente, como lo ha sido la muerte de Ibáñez, ese entrañable dibujante sin el que en tránsito de la infancia a la juventud sería otra cosa, sin el que la ausencia de sus personajes dejaría un hueco difícil de llenar en el lenguaje, en la memoria, en la interpretación de lo cotidiano, en todas las generaciones desde los sesenta hasta nuestros días, y, seguramente, en las generaciones venideras. Es difícil, una vez que se han conocido, explicar el mundo que te rodea sin recurrir a Mortadelo y Filemón, a Rompetechos, al botones Sacarino o a Pepe Gotera y Otilio, como difícil es asistir a una junta de comunidad de vecinos sin que se nos cuele algún habitante de la 13 Rue del Percebe entre los asistentes. Es difícil pasar por la vida sin reconocer a algún Bacterio, a alguna Ofelia, algún Tete, o a algún otro de la multitud de personajes, principales o secundarios, que la genialidad de Ibáñez nos fue regalando como parte de su vida, que siempre estuvo presente, que siempre estará presente, en la nuestra. Diga lo que diga la ciencia, echaremos de menos esas viñetas tan abigarradas de detalles y personajes, que merecían, de por sí, un sesudo estudio. Diga lo que diga la ciencia, la muerte nos ha privado de esos divertidos cameos que, como Hitchcock en sus películas, su propio dibujo protagonizaba inopinadamente en sus historietas.

Pues sí, dice la ciencia que la muerte no existe, pero la usencia y la memoria se afanan en desmentirlo, en recordarnos la ausencia de una protagonista fundamental del despertar de nuestros sentidos, en recordarnos los tiempos, ya que no el tiempo, en que los guateques entraban en bucle mientras Jane, Jane Birkin, cantaba el “Je T’aime, Moi Non Plus”, cuya cadencia, cuya letra, sobre todo en la parte ausente, invitaba a que los cuerpos se aproximaran a distancias que permitían reconocer formas físicas, que la moral de la época consideraba vedadas al contacto. Esa canción, que marcó el paso, en un momento de coexistencia, en un momento de transición, entre los juegos infantiles y los juegos del despertar del deseo. Sin duda, nuestra memoria lejana paliará la usencia de nuestra musa del despertar, nuestra cómplice de penumbras y primeras experiencias, lo que la memoria presente y futura nos intenta arrebatar revestida de ausencia, de muerte.

Sí, dicen que dice la ciencia que el tiempo no existe, pero la vida se empeña en irse construyendo con ausencias y con la irrupción de nuevas vidas. Hoy me entero que ese tiempo que no existe se ha llevado a Jaime, a mi querido amigo Jaime, una constante en mi vida desde que nos conocimos allá por el año 61, en La Guardia, un músico entusiasta y, aunque no demasiado conocido, genial, que fue acompañando mi vida como amigo, como alumno de clases particulares, como colega de grupo musical, como miembro de mi pandilla de los veranos. Virtuoso de la flauta travesera, fue arreglista, y miembro de los grupos, de Manolo Sanlúcar, de Paco de Lucía, y su grupo de jazz dio conciertos en todos los festivales de nuestro país. Pero a mí el que me falta, el que ya me faltará siempre en ese tiempo que no existe, en el fluido vital que me quede, es el amigo, el compañero de correrías juveniles, el entrañable, y siempre preocupado por su estatura, Jaimito.
Dice la ciencia, y es importante que lo diga, que el tiempo no existe, pero mientras exista la muerte, y nos permita comprobar que, a nuestra escala humana, a pesar de no existir, el tiempo discurre, fluye, como los ríos, siempre en la misma dirección, y ese fluir nos priva de familiares, de amigos, de personajes que, a pesar de no haber conocido nunca, son fundamentales en nuestra vida, tendremos que vivir con el dolor de las ausencias, con el recuerdo de los presentes en esa parte del tiempo a la que no tenemos ya acceso. Cómo Francisco Ibáñez, cómo Jane BIrkin, cómo mi amigo, mi entrañable amigo, Jaime Muela Quesada.
Acabo de leer tu maravilloso texto precisamente desde La Guardia. Cuanta nostalgia de aquella pandilla en la que disfrutamos tanto! La última vez que vi a Jaime fue en Camposancos y también nos invadió la nostalgia. Te pediría que le dieras a su hermano Heriberto un abrazo enorme de nuestra parte. Quedamos muy tristes.
Como siempre, unas veces más y otras no tanto, he disfrutado de tu escrito. Ánimo y a seguir escribiendo.