Siempre, cuando charlamos sobre algún tema, solemos confundir el mundo, con nuestro mundo, y lo que inclusivamente es una realidad, se convierte en una irrealidad cuando lo hacemos patrón. El mundo no es, no piensa, no siente, no actúa, como nosotros lo haríamos en cada una de las ocasiones, configurando un mundo uniforme que en nada se parece al mundo real. Cada individuo, tú, yo, cualquiera de los que nos rodea, es una combinación única de sentimientos, experiencias y convicciones, lo que lo hace peculiar, diferente, salvo que, o, incluso, a pesar de que, pretenda renunciar a ello.
Es cierto que vivimos en una sociedad configurada para el comportamiento en masa, cabañil y gregario, pero no es menos cierto que ese comportamiento es más social que íntimo, más de actuación en colectivos, que de relación estrecha, cercana, personal.
Pero, para no desviarme del tema que comentamos, a propósito de la memoria y del uso de la tecnología, sería interesante convenir que no todos tenemos acceso a los mismos tipos de memoria, ni todos las desarrollamos con las mismas capacidades de inicio, ni con el mismo interés, que puede traducirse en entrenamiento, esas memorias.
Existen infinidad de tipos de memoria, la memoria fotográfica, la memoria olfativa, o gustativa, la memoria auditiva, cuya carencia provoca el famoso, ahora, TDH, la memoria emocional, la memoria conceptual, y así, podríamos pasarnos varias hojas enumerando memorias especiales, específicas, según la función que desarrollan, el área cerebral que representan, el talento, o la discapacidad, que su abundancia, o carencia, suponen.
Pero, si ya de por sí, la configuración de memoria, perdón por el tecnicismo, de un individuo, es única y característica, si de alguna manera lo retrata, y su conocimiento participa del éxito, o fracaso de ese individuo, al desarrollar un papel social acorde con sus potencialidades, no podemos olvidar que hay otra característica de la memoria, que hace de su forma de actuar un condicionante, que no puede desecharse a la hora de enfrentar el comportamiento social que acaba desempeñando.
Hablábamos, el otro día, a propósito del uso de internet en detrimento de la memoria masiva, de cómo nos quejamos de la perdida de habilidades, porque ya no recordamos los números de teléfono de todos nuestros amigos, por ejemplo, al no tener que marcarlos, y cómo eso afectaba a la cultura general, al conocimiento de la gente.
Y no estoy de acuerdo, en absoluto. Eran sin duda admirables aquellos personajes de “Farenheit 451”, dedicando su vida a memorizar un libro para preservarlo de su olvido, como admirables parecen los “terrisanos” de Brandon Sanderson, entregados en cuerpo y alma a la memorización de todo suceso o conocimiento, para poderlo transmitir a generaciones venideras, como entrañables eran los bardosceltas, o los juglares y narradores que, de feria en feria, de corte en corte, recreaban historias y sucesos, para su recuerdo, pero estas memorias exhaustivas, por muy encomiables que parezcan, por muy espectaculares que resulten, no descartan la utilidad de una memoria índice, de una memoria capaz de recordar el conocimiento, una fecha, un autor, una trama, una frase, que permiten acceder, mediante las nuevas tecnologías, al conocimiento completo. Porque el conocimiento útil, la sabiduría imprescindible, consiste en saber que algo existe, y no necesariamente pasa por recordarlo de forma íntegra.
Pero, a propósito de memorias exhaustivas, se me viene a la memoria, (ha sido sin querer, lo de la memoria), un capítulo de la serie “Black Mirror”, el tercero, o cuarto, de la primera temporada, si no recuerdo mal, que retrata el uso perverso de nuestra más perversa memoria, la memoria emocional. Una memoria que habitualmente escapa a nuestro control y que, muchas veces, es indiferente a nuestras pretensiones de manejo, entrenamiento o acceso. Es, sin duda, la memoria más íntima, la que guarda las dichas, y las desdichas, y raramente permite manipulaciones.
En ese capítulo mencionado, en un futuro cercano, inmediato, con ciertos visos de futuro presente, las personas son equipadas, implantadas, con un mecanismo que graba todo lo que el individuo vive, permitiéndole el acceso a cualquier acontecimiento, por más nimio que sea, vivido en cualquier momento, e, incluso, a compartir esa experiencia grabada, revivida, con cualquier otra persona. Y el secreto está en el verbo, revivir. Una pareja celosa, en un claro caso de acoso, obliga a la otra parte de la pareja, a compartir esa memoria, con las funestas consecuencias que ello acaba suponiendo, que acaba siempre suponiendo la violación de la intimidad ajena.
Hacía mención explícita del verbo revivir, porque, y esto solo lo puede saber cada persona por propia experiencia y funcionalidad, nuestra memoria emocional, o así lo deduzco de lo que escucho a otros, sin aditamentos tecnológicos, tiende a olvidar emociones que nos pueden resultar incómodas, o dañinas, o innecesarias, y a crear una especie de cápsulas de inactividad a ciertos recuerdos, pero no todas la memorias funcionan de esa forma, ni esas cápsulas serían eficaces si los recuerdos se revivieran, o pudieran compartirse íntegramente.
Tal como veníamos diciendo, no todas las memorias funcionan de la misma forma. Ni siquiera sé, porque no tengo más acceso que a mi propia memoria, si esos funcionamientos son reales, o interpretaciones de una forma de manejarse, pero mi memoria emocional está más cerca de la memoria tecnológica que apunta la serie, que de esa memoria manejable que me contáis algunas personas, y que puede resultar, al final, que solo es un error de transmisión, o de recepción.
Me explico, y seguramente si fuera de otra forma mi capacidad creativa estaría muy mermada, mi memoria emocional recrea aquello que recuerda, incluso, me consta, puede recrear lo vivido por otras personas, formando una suerte de ficción pretendidamente realista, que reactiva, y reaviva, emociones y sentimientos, incluso ajenos, derivados de aquellos recuerdos, experiencias, vivencias, que se han compartido conmigo. Como en ciertos reportajes, y documentales, logra una ficción completa a partir de la información recibida, rellenando, dramatizando, huecos, paisajes y personajes, que se justifican fácilmente con la experiencia compartida.
Demos una vuelta más de tuerca; si tú me cuentas una experiencia que me impacta emocionalmente, yo no solo recuerdo lo contado, si no que mi memoria traduce a sensaciones, incluso a imágenes, aquello que me has contado, de tal forma que, cuando salta el recuerdo, lo hace con todas las emociones, intactas, incontrolables. No importa si ese recuerdo pertenece a un libro, a una vivencia ajena, o a un suceso lejano, mi memoria recrea, anima y plasma, visual y emocionalmente, la experiencia. No la revive, como la memoria tecnológica de “Black Mirror”, pero la reproduce en su más mínimo detalle.
¿Qué es una ventaja? Como creador, efectivamente así es, pero cuando la emoción es negativa, o me afecta negativamente, es muy complicado restañarla, porque la ficción siempre es más poderosa que la realidad, no es opinión mía, y su discurso se impone a cualquier intento intelectual de acallarla.
Es cierto que tenemos que vivir con nuestras memorias. Es cierto que sin memoria no existe el progreso, no existe la consciencia, ni existen las emociones, pero, a veces, dada la poca pericia que, en general, tenemos en el manejo de nuestros recuerdos, en el uso de nuestros recuerdos, deberíamos de ser más cuidadosos con lo que compartimos, y pensar en la incomodidad, o el daño, que esa comunión puede producir a nuestros ajenos. Y eso, desgraciadamente, es frecuente, innecesariamente frecuente.
Por eso, estimado amigo, no es tan importante lo que la tecnología ponga a nuestro alcance, o que pueda pervertirnos con memorias, artilugios, o capacidades que nos han sido ajenas en el pasado, lo importante es que logremos un uso consciente, medido, inteligente de lo que se pone a nuestro alcance; y eso no lo hemos hecho, ni siquiera, con lo que traemos de serie.
Por ejemplo, con la memoria.