El ocaso, ese momento del día en el que la luz decae, en el que la luz va abandonando la parte del mundo iluminada, en el que la luz se niega a apagarse definitivamente, es, a la vez que melancólico, el otoño de la jornada, ese momento en el que la vista sufre por mantener un nivel de visión que la falta de luz le va negando. El ocaso, como tiempo concreto, como instante de transición, descrito en su faceta física, existe también en el plano vital y en el devenir histórico. Todo aquello que surge con ilusión, que se expande con empuje y afán de dar soluciones, acaba languideciendo ante la superación de sus objetivos y, o, la decadencia de quienes lo sustentan.
Languidecieron y murieron las grandes civilizaciones de la antigüedad. Languidecieron y murieron los imperios, al menos en su concepto territorial, como unidad geográfica, y languidecieron y murieron muchos conceptos que a lo largo de la historia intentaron presentar las soluciones a su presente y a su futuro. Y las características principales de esos ocasos, de los políticos, de los históricos, son la mediocridad de los líderes, y la decadencia y la rigidez de los conceptos ético-políticos que sustentaron las propuestas, debido a una evolución, a una erosión, de los objetivos a los que pretendían poner solución, incapaces de evolucionar con ellos.
Ha pasado a lo largo de la historia con todas las propuestas de convivencia que han sido superadas, y, a día de hoy, está pasando. Esa dicotomía absolutamente falaz entre una derecha económica y una izquierda social, surgida de unos tiempos y unas situaciones sociales, económicas y éticas, que nada tenían que ver con las actuales, sigue empecinada en un enfrentamiento social que solo les favorece a ellos, y a provocarlo mediante latiguillos dialécticos que solo conmueven a los que ya los compartían, y falsas soluciones que lastran a la sociedad y la dividen irreconciliablemente.
El ocaso de las ideologías, representado por la mediocridad de su líderes, por la incapacidad de generar ilusión en las gentes, por la inutilidad de las ideas aportadas para dar soluciones a una sociedad angustiada, agobiada, desmoralizada, representan, sin duda, un momento duro, inclemente, que deja a su paso un futuro lleno de dudas. La incapacidad de enfrentar con nuevas soluciones los nuevos problemas que la sociedad, la tecnología y los retos ambientales les van presentando, acaba produciendo una frustración en la que la sociedad se debate incómoda. Incómoda, desesperanzada y lastrada por el tiempo perdido en soluciones que agravan los problemas.
Soluciones decimonónicas para problemas del siglo XXI, del XXII, y posteriores. Crear modelos de convivencia, de inclusión tecnológica, de economía no contributiva, de solidaridad de base, de sistemas políticos no dependientes del poder y las estructuras rígidas que promueven el capitalismo y el socialismo, son parte de los desafíos que el ocaso de las ideologías niega y lastra. Una economía de proximidad, una organización sin fronteras rígidas, de entornos con posibilidad de ser autosuficientes y solidarios, que posibilite una democracia real y de pequeño territorio, predominante sobre otras estructuras superiores que dificulten la autentica representatividad del individuo, una tecnología propensa a crear una civilización del ocio, donde la vocación y el compromiso sustituyan a la acaparación y la avaricia, una sociedad equitativa, que no igualitaria, donde los derechos emanen del reconocimiento individual y no de una legislación que mediante la coerción niegue lo que propone, son algunos de los desafíos que el futuro está insinuando, y los mediocres ideológicos, anclados en las fórmulas del pasado, están convirtiendo en traumas sociales.
Hoy por hoy, llámenme exagerado, táchenme de visionario, de utópico, tíldenme de apóstol del disparate, las ideologías, los que las defienden, los que las promueven, los que están anclados en sus propuestas, repetidamente puestas en vigor, sistemáticamente fracasadas, son el máximo lastre para construir un mundo que erradique los principales males que la sociedad arrastra, la desigualdad, el afán de poder, la soberbia, la avaricia, la insolidaridad, el anonimato. Hoy por hoy, usen el calificativo que deseen, en este ocaso desesperado, rabioso, genocida, de las ideologías, solo su desaparición puede abrir una esperanza a la razón, a la convivencia en paz, a la solidaridad y a la libertad.
Y todo ello está a nuestro alcance, pero lejos de los métodos de dominio y sumisión que se ocultan tras las palabras grandilocuentes de las corrientes políticas actuales.
¿Qué promueven las izquierdas? Estados omnipotentes, omnipresentes, que regulen cualquier ámbito de la convivencia. Estados poderosos que nos garanticen una libertad, no libertad, que a ellos les sea favorable.
¿Qué promueven las derechas? Estados sometidos a estructuras económicas omnipotentes, inclementes, que sean propietarios de cualquier bien que genere la sociedad. Estructuras económicas que vendan la libertad a precios inalcanzables.
¿Esa es nuestra disyuntiva? En este momento, si seguimos entregando nuestra vida a sus manejos, sí. Esperemos que en ese ocaso que ya sufrimos, no arrastren al mundo a un invierno social del que haría falta mucho tiempo, mucho sufrimiento, para poder salir.
Hoy, lo que percibimos, lo que nos abruma día a día, salvo a los fanáticos y a los que prefieren mirar para otro lado, en su ocaso, apunta a una evolución dañina, a un deseo de morir matando, a un afán para llevarse a la sociedad, y si es necesario al planeta, por delante.
Necesitamos el fin del los partidos, de las fronteras ideológicas, de los frentismos impuestos, de los miedos inducidos, de las mentiras de parte, de los dueños del mundo. Necesitamos democracia real, ya. Y ojalá no sea tarde.