Si no fuera porque me tocó ser protagonista, habría buscado las cámaras y preguntado quién dirigía el rodaje, como se iba a titular la película. Las filas de vehículos que apenas se movían, la sensación de aislada compañía de los conductores, el silencio obcecado de las señales luminosas, la mirada ausente y oscurecida de los escaparates, y la gente, las riadas de gente desplazándose por las aceras en todos los sentidos, parecían conocidas, ya vistas en películas de catástrofes, en ficciones distópicas de sucesos demoledores para la civilización. Pero yo no estaba en la butaca reclinable del cine, ni un envase publicitado de refresco adornaba el receptáculo adjunto al asiento, no. Yo estaba sentado al volante de mi coche, y era uno más de los miles de conductores atrapados inopinadamente en su necesidad de llegar hasta su casa.

Las filas de potenciales viajeros empezaban a ser colas interminables en los alrededores de las marquesinas a las que no lograban acceder los autobuses, varados en el colapso de tráfico que la acumulación de vehículos de todo tipo iba aportando a un caos creciente. Las bocas de metro, y de cercanías, se deshacían de pasajeros en tránsito interruptus con cara de susto y desconcierto, y ojos que querían volver a acostumbrarse a la luz que habían perdido de forma repentina, inexplicable, atrapados en trenes inmersos en una oscuridad total, subterránea, que hacía parecer a los túneles mazmorras medievales.
Solo funcionaba la radio del coche, y eso ya era un consuelo, no era un pulso, lo que descartaba un incidente nuclear, tal vez una avería de una amplitud inusitada. Nos mirábamos de ventanilla a ventanilla, de acera a ventanilla, de casco a ventanilla, de retrovisor a parabrisas del vehículo posterior. La caras eran diferentes, el gesto el mismo, desconcierto, susto, preocupación. No, tampoco funcionaban los teléfonos, no había cobertura, ni datos. Alguna gente se paraba intentando saber a dónde iban, cuando los GPS decidieron declararse en ausencia de servicio. “Se ha perdido la señal del GPS”, se oía por doquier. Perdidos, incomunicados, a oscuras, asustados, preocupados.
Las emergencias inmediatas se acumulaban, las necesidades emergentes empezaban a acudir a las cabezas, las ahora imposibles facilidades cotidianas se iban haciendo evidentes. Los niños en los colegios, la oscuridad en los hogares, la tozudez inoperativa de las cocinas eléctricas, la falta de combustible, la huelga involuntaria de los congeladores y de los frigoríficos, la incierta duración de la situación, el kit de emergencia insinuado por los políticos, las compras compulsivas, temerosas, catastróficas: pilas, linternas, un transistor, velas, alimentos no perecederos, agua. Esta vez nadie compraba papel higiénico.
Aunque en ese momento no lo sabía, todo había empezado algo más de media hora antes. Estaba hablando con alguien que de repente, sin cortarse la llamada, dejó de oírme, al tiempo que yo dejaba de oírlo a él. Colgué, volví a llamar, y no daba señal de llamada. Volví a intentarlo, y todo funcionó perfectamente. Puse el GPS para ir a una dirección que no conocía, y me puse en camino. Pasaron quince minutos y el teléfono sonó, pero nadie respondió al descolgarlo. Lo volví a intentar, con el mismo resultado. Decidí intentar llamar por datos, y la llamada no salía, mientras, casi al mismo tiempo, el GPS me miraba, se encogía de hombros y me explicaba que no sabía a dónde íbamos, ni dónde estábamos, ni dónde estaban los satélites, o las antenas de las que recibía la información. La radio del coche interrumpió su programa habitual para informar sobre incidencias generalizadas en el suministro eléctrico. Y al cabo de un rato, no mucho, la noticia definitiva: hay un apagón general, en todo el país, del que se desconocen las causas. No se puede conjeturar cuánto durará. Afecta, incluso, a los países limítrofes. Se recomienda a todo el mundo que no salga, o vuelva a casa en cuanto pueda. Ya no hay metro, ni tren, ni teléfono, ni datos, ni luz. La radio funciona si tienes pilas, o vas en el coche, y es el único medio que intenta informar, lo que puede, cómo pueden, porque los responsables gubernamentales están “incomunicando”, o lo parece, supongo que reflexionando sesudamente sobre el cuento que nos van a contar, eso que se llama “el relato”, y en el que aparecen como los superhéroes gracias a los cuales se ha salvado el mundo. ¿Los villanos? Los demás, por supuesto. La culpa siempre es de los demás, y para demostrarlo, solo hay que contar las cosas de forma que quede claro, aunque haya que retocarlo más que al Ecce Homo de Borja.
Cuatro horas y media más tarde, después de asistir, y participar, en una demostración cívica de autorregulación del tráfico rodado, casi arrastrado dada la velocidad de desplazamiento, con las excepciones de siempre, el imbécil, él dirá listo, de costumbre, algún torpe al que el carnet le ha caído del cielo, y nadie sabe como ha sido –sobre todo dos, los que intentaban hacer el ceda el paso y esperaban a que los demás se pararan para pasar, y los que se empeñaban en guardar distancia de seguridad con los de delante, con los coches casi parados- y los conductores de autobús, a los que el civismo les resbala sobre su función pública,actitud que les permite entrar en zonas que bloquean, armar caravanas impenetrables, e imponer su tamaño a los que se acobardan. Muy mal, aunque no es nuevo, los conductores de autobús.
Era impresionante entrar en cruces de dos vías de alta ocupación, y ver como ese cruce se iba resolviendo y consumando, sin accidentes, sin pitidos, sin gritos, ni aspavientos, algún “muévete ya!!!” a los torpes que bloqueaban, y poco más.
Pues, tal como ya he dicho, cuatro horas y media, rondando las cinco de la tarde, hora fatídica para los toros y para los que tengan hambre y su cocina sea solo eléctrica, sí, por ejemplo, yo, después de aparcar el coche en su plaza gracias a que la puerta estaba abierta, me tocó buscar algún sitio en el que me dieran algo de comer, que me dieron solo huevos fritos con filetes de lomo, también fritos, en una cocinita de gas, porque el resto de la cocina no funcionaba. Luego comprar pilas, y una linterna por si la mía no funcionaba, y a casa, a oír las noticias en el viejo transistor a pilas de mi padre, y ver qué, y cuánto, nos esperaba.
Apagué todos los aparatos, dejé una luz testigo encendida, cogí un libro, el transistor, una linterna a mano, y me dispuse a ver si el mundo se acababa, o daban una prórroga.
A las nueve menos cuarto la luz testigo me comunicó que el mundo había decidido seguir un rato más, no sabemos cuánto, hasta cuándo. Ya veremos. Ya nos lo encontraremos. El resto, comentar responsables, y responsabilidades, de momento no me sale. Lo he intentado pero me producen náuseas y ardor de estómago, las declaraciones de los desfachatados a cargo.
Me quedo con que, por el momento, el ensayo del fin del mundo parece haberse acabado.
Es un libro lleno de sencillas y sabias reflexiones que te hacen pensar y estar de acuerdo con todas. Es muy divertido, educativo y muy fácil de leer.
Recomendable 100%