Pero los finales no llegan caídos del cielo, por más lluvia fina que parezca la táctica a seguir, los finales son la consecuencia de un trabajo sordo y persistente, que la sociedad va comprando a lo largo de décadas, de siglos. Una labor que va desarmando cualquier capacidad de resistencia de una humanidad absorta en su propio confort, en su propia renuncia, en su propia decadencia, en su propia desidia para asumir la pelea real por un beneficio que suponga tener que afrontar cualquier responsabilidad, o que suponga un desistimiento de una vida regalada. Una sociedad que parece creer que los valores y derechos basta con pedirlos, o cogerlos en la rama de algún árbol. Y dentro de todos esos valores que se quedan por el camino, que se cercenan y maltratan por el poder, como objetivo para lograr una sociedad sumisa, sometida y adocenada, sin duda el más recortado, yo diría desaparecido, es la libertad. Y sin libertad, sin la libertad única y real, que es la libertad individual, no hay material para construir nada.

Nos presentan la libertad colectiva, reglada y regalada, como valor incuestionable de progreso y solidaridad, pero la libertad colectiva no es otra cosa que el sometimiento de los individuos a las reglas diseñadas por uno, por unos, para facilitar su control sobre todos, y el final de la libertad real. La libertad, como valor absoluto, básico, elemental, no admite matices, y cuando alguien es obligado, legislativa, social, y culturalmente obligado, a acatar normas o regulaciones en contra de su criterio, ya no es libre, y basta con que un solo individuo entre millones, no se sienta libre, para que la libertad haya dejado de existir. La solidaridad, ese bien del que tanto se habla, como logro normativo, no existe, si el individuo no es solidario por sí mismo, sin coacciones, sin sanciones. La solidaridad, la de verdad, la que se puede llamar así, es un acto voluntario, generoso, un ejercicio de libertad individual. Lo otro no es más que una excusa que permite obligar a los individuos, mediante imposición, mediante amenaza de males mayores, a tener una actitud contraria a su voluntad, a su libertad. Incluso, tal es la perversión del concepto, cuando actúe de acuerdo con la norma, sin pensar en la coacción, porque la coacción existe.
El mito de que el hombre solo es solidario bajo la coacción de las leyes y de las normas, que se crean por un bien colectivo, inalcanzable por el individuo por sí mismo, no es más que uno de los grandes cimientos de la distopía en la que nos hemos metido. El mito interesado de que solo puede convivir en sociedad el hombre gobernado y sometido, nos lleva a la búsqueda de alternativas de valores cercenados que se consideren defendidas por bloques uniformes y castrantes de ideas, llamados ideologías, que pretenden promover y ordenar esa convivencia, pero que finalmente demuestran su objetivo máximo intentando justificarse a sí mismas, y su necesidad, lo que supone una cesión a una élite gobernante que tiende a perpetuarse y diseñar el mundo a su conveniencia, y esas ideologías, esos bloques monolíticos y cautivos de pensamiento impuesto, son uno de los mayores fiascos que se ha permitido la humanidad.
Si examinamos con detenimiento las leyes promulgadas desde hace algo más de un siglo, casi dos, o son racaudatorias, siempre, o son de imposición ética, o moral, o son ideológicas, o son justificaciones de recortes de valores en nombre de un bien común que nunca se ve plasmado en la evolución social perceptible, antes bien, los derechos de los individuos son sometidos a equivalentes globales cuya validez desmienten la involución social, ya convertida en sociedad fracturada, la brecha social, ya en sima social infranqueable, y la injusticia social predominante, que crea mundos paralelos en función de la disponibilidad económica de los individuos. Todo sea por un bien común (“A Beneficio de los Huérfanos”) que ningún individuo puede reclamar, y, por tanto, no existe.
Podemos examinar algunos casos, los más flagrantes, y al mismo tiempo, los más mentirosos: leyes promulgadas con un objetivo declarado, pero que sirven a un fin diferente, un fin que apunta directamente a la entronización de la distopía.
Las necesidades básicas, todas ellas, agua, energía, alimentos, farmacéutica, justicia, libre circulación, textil, están gravadas por impuestos indirectos, esos impuestos injustos que pagan por igual los que más tienen, y los que no tienen nada, y gracias a esto, y alguna que otra preocupación del estado por el bien común, que ni es bien, ni es común, cada vez tendrán menos posibilidades de tener algo que no sea la beneficencia con la que el estado se regala su preocupación por los más desfavorecidos, que él mismo crea. Esos impuestos que sirven para mantener el estado de bienestar, en realidad el bienestar del estado, que comparte las migajas imprescindibles para poder promocionarse, y que gravan con el mismo tipo la energía para cocinar, o calentarse, que unos zapatos de baja calidad, un abrigo de visón, un anillo de diamantes, o un coche de lujo. Toda una declaración de preocupación social y afán de igualar las oportunidades. Una clara demostración, datos en la mano, es que la medida de subir los impuestos a ciertas bebidas, con la intención declarada de combatir la obesidad infantil, y la diabetes, ha producido dos efectos que no tienen nada que ver con lo declarado, rebajar el consumo de las mismas entre los estratos más bajos de la sociedad (el 13%), no rebajarlo nada entre los más pudientes, y aumentar la recaudación del estado. Y este último efecto, casualmente, siempre se produce.
Las leyes fiscales, todo el entramado fiscal/impositivo, basta con repasar su origen y evolución a través de los tiempos, no son más que un eficaz mecanismo por el que el poder regula la capacidad de enriquecimiento individual de los gobernados, y mantiene una desigualdad imprescindible para el mantenimiento de las élites. Los tramos impositivos, la aplicación porcentual, y el juego de exenciones y beneficios, son, de una perversidad infinita; examinados con la cabeza clara y una capacidad de análisis independiente, se puede observar que con una aplicación porcentual sobre los ingresos de dos personas, aunque a una le graven una cantidad exagerada, a la que más ha ganado, y a otra no le graven nada, después de pagar, la brecha habrá crecido entre ellos. Simples números. Pero nos venden la fiscalidad como el paradigma del progresismo, y la herramienta para paliar la desigualdad. Si eso fuera cierto, la desigualdad no seguiría creciendo, y sigue creciendo. En realidad los impuestos son el paradigma del intervencionismo, y la herramienta fundamental para controlar la evolución de la riqueza individual, y, por tanto, a los gobernados.
Las leyes laborales solo nombran al estado como beneficiario último de sanciones, impuestos, tasas y burocracias, sin hacer otra aportación que el expolio de la clase media, representada por el pequeño empresario, y en el autónomo, la mentira continuada sobre la preocupación por el trabajador, el engorde continuado de las arcas del estado y la persecución abusiva mediante el uso de recursos que pagan los mismos que son perseguidos y que tienen que defenderse, o indefenderse, en una situación de inferioridad de opciones y posibilidades. De las inmigratorias, es tal la vergüenza que me producen, por populistas, por mentirosas, por contrarias a su declarada intencionalidad, que prefiero soslayarlas.
Podríamos hablar, casi de forma idéntica, de las leyes alimentarias, que favorecen a la gran industria, a la industria de los ultraprocesados, frente a los pequeños productores de calidad. O de las leyes para mejorar el medio ambiente, que no logran ninguna mejora en el medio ambiente, pero van creando zonas elitistas que solo están al alcance de los más favorecidos, o promocionan el transporte colectivo, en un claro ataque a la libertad individual, erradicando vehículos en perfecto uso, solo por ser antiguos, mientras se otorga patente de corso, etiquetas ecológicas de libre acceso, a vehículos de lujo que instalan un pequeño motor eléctrico que dura unos pocos minutos, para pasar luego a la combustión tradicional y gran potencia, que contaminan infinitamente más que los antiguos en poder de ciudadanos con poco poder adquisitivo.
Y así podríamos seguir desgranando la gran mentira en la que vivimos, y que, por turnos, unos defienden y otros atacan, hasta que cambian las tornas y unos atacan y otros defienden, cuando tanto en un caso, como en el otro, ambos bandos tienen los mismos objetivos, desarrollados con métodos, en realidad con mensajes, diferentes.
Al final, y tal como ya nos anticipaba la fiesta de gala a beneficio de los huérfanos, y de los pobres de la capital:
“A las 10 de la mañana
los huérfanos trabajaban.
Y los pobres mendigaban.
Los invitados… RONCABAN”
En nuestro caso, a las diez de la mañana, de cualquier día, en cualquier lugar, los gobernados se peleaban, votaban y se insultaban. Y Los gobernantes hacían que gobernaban. Los dueños del mundo, complacidos… MIRABAN.
Sí, a ratos, viendo que todo seguía el curso previsto, también RONCABAN.