CARTAS SIN FRANQUEO (CLXVIII)- EL TURISTA EXISTENCIAL

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Entrar donde no se cabe, buscar lo que no existe, conseguir lo que no se tiene, negar lo que no se puede, imaginar lo inimaginable, son cinco de las exigencias del que quiere vivir con plenitud, del que quiere aspirar a que su existencia no sea un paseo por el conformismo, por la anodina sensación de que pasar de puntillas por la vida es síntoma de madurez, y de prudencia. Tal vez, casi seguro, también de cobardía. Podríamos recurrir a Marcuse, y resumirlo con aquella frase suya: “seamos realistas, pidamos lo imposible”, que tanto se oyó en el mítico, y mitificado, mayo del 68.

Foto de Alicia Christin Gerald en Unsplash

Quizás sea imprescindible haber estado en los dos lados para apreciar la trampa, el abismo que separa a las dos actitudes, que es de tal magnitud que desmiente cualquier posible posición intermedia. Quizás sea imprescindible haber sido esclavo para apreciar la libertad, o haber vivido la tristeza, para apreciar la alegría, pero lo que sin duda sí es incuestionable, es que no hay conocimiento sin sufrimiento, que no hay progreso sin lucha. No sé si el modelo es el escarabajo de Kafka, la mariposa, o la serpiente, pero sí que tienen en común que para crecer, para evolucionar, para cambiar, inevitablemente tienen que abandonar parte, o todo, lo que han sido antes.

Hay gente que pasa por la vida reclamando a los demás, a entes gubernamentales, dioses intervencionistas, o simplemente a cualquiera que se les acerque, sus derechos, prebendas, salvaciones, o espacios, que consideran que emanan de leyes, libros o convivencias, a los que ellos no han contribuido más que aquellos que se dedican a gritar en una cola, pero no presentan reclamación formal alguna.

Hace apenas unas semanas, en un viaje, con poco más de aventura que el enunciado, al desierto del Sahara, para contemplar bajo un paisaje domesticado, pero aún así impresionante, el paso de un año a otro, viví una experiencia que me llevó a reflexionar sobre la decadencia de los que visitan el mundo, la vida, sin implicarse en ella más que lo imprescindible, los que reclaman la falsa autenticidad de vivir lo diferente arropados en lo cotidiano. De aquellos que viajan por el mundo, por la vida, visitando la reserva de los salvajes, que Huxley reflejó, tanto en lo paisajístico, como en lo ético,  en su “Mundo Feliz”.

Todo estaba medido, organizado, tasado, desde la llegada persiguiendo el sol que se iba, hasta la partida después de saludar a un sol que nacía, y que había, en su ausencia, pautado el tránsito entre esos entes difusos que llamamos años. Pero la civilización de la que veníamos, la vida adocenada, entregada y regulada, estaba reflejada en todos y cada uno de nuestros actos, de nuestras vivencias, y , sobre todo, de nuestras exigencias, del confort que considerábamos imprescindible para disfrutar de la experiencia. Confort, que, como todos los días, como en todos los lugares que invadimos y colonizamos, se puede mejorar en función de las capacidades económicas del viajero. O sea, aventuras de primera, y aventuras de segunda.

Los aventureros se quejaban, nos quejábamos, de que no había agua corriente, en el desierto. De que los servicios, dios mío, en el desierto, en una aventura, estaban fuera de las jaimas. Pero había servicos, y, si las pagabas, jaimas con servicio dentro y agua corriente. Alguien se puede imaginar a los auténticos habitantes del desierto, llegando a un lugar en el que plantar el campamento, y que, de un camello, empiecen a bajar lavábos, inodoros, platos de ducha y tuberías de PVC, mientras el caravanista fontanero empieza a instalarlo todo, por supuesto, incluida el agua corriente, supongo que extraida de la joroba de algún camello, porque si no, ¿de dónde?

Y digo yo, no sería mejor que un centro comercial, de esos que ahora proliferan, montara un escenario imitando al desierto, y un campamento, o en la provincia de al lado abrieran el parque temático del desierto –“Experiencias únicas, siéntase como si hubiera viajado al auténtico desierto (con todo el confort de su mundo diario)”- que nos asegurara esas comodidades que el falso auténtico desierto que ahora visitamos, al que apenas nos asomamos en una experiencia tan cutre, como cutre es el espíritu con el que lo hacemos, y así, además, evitaríamos pervertir el lugar original. La experiencia no sería muy diferente, ni menos inmersiva, o auténtica, que la vivida.

Tal vez, para los más osados, que sucumbieran al espíritu de aventurero de ciudad, y quisieran acceder a lo auténtico, habría que diseñar un documento de advertencias de cien páginas ilegibles, que hubiera que aceptar, por supuesto sin leer, en el que se explicara que no hay servicios,  ni agua caliente, o corriente, que no conviene salir solo del perímetro del campamento, o que hay diferencias extremas de temperatura, o cualquier peligro o inconveniente propio de un lugar naturalmente salvaje.

Solo después de abandonar el grupo, de dejar que el tiempo transcurriera, de reflexionar sobre lo vivido, empecé a darme cuenta del absurdo de ciertas protestas, de ciertas pretensiones, de ciertas posturas que reclamaban aquellas ventajas impropias del lugar que libremente habíamos elegido.

Turistas, al fin y al cabo.

Pues la misma sensación me producen esas personas que pretenden hacerse dueños, mediante leyes, mediante declaraciones, mediante presión social, o ideológica, de forma colectiva, de los derechos que son inalienablemente del individuo, transformando su aplicación en una carrera disparatada contra leyes que niegan lo que pretenden defender. Al final, turistas existenciales que reclaman que los demás le garanticen lo que cada uno debe de obtener con su vivencia, defender con su compromiso, y compartir con su ejemplo. Lo demás, un parque temático de infaustas consecuencias. O sea, lo que tenemos.

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