CARTAS SIN FRANQUEO (CLXV)- LA TUTELA

2
28598

Una alarma sonó en mi cabeza. Reconociendo el ciclo al que hacían referencia las palabras, los tiempos no se acomodaban a la realidad que yo percibía en mí. Que mis hijos, estando yo, aún, en perfectas condiciones, empezaran a ejercer, a intentar ejercer, a insinuar, una suerte de velada tutela sobre mis actos, hizo que me pusiera en guardia, en guardia intelectual, a la vista está, pero sobre en todo en guardia vital, en guardia emocional.

Foto de K. Mitch Hodge en Unsplash

Es emotivo, en cuanto que te sientes querido, que te sientes acompañado, que tus hijos te hagan saber que están disponibles si por algún revés vital, habitualmente médico, obliga a que alguien se implique en las soluciones que fueren imprescindibles. Por decirlo sin rodeos, que hay alguien dispuesto a tutelar tu incapacidad para valerte por ti mismo, en un momento en el que la vida física te da la espalda, o la vida intelectual te va abandonando, o, lo que es aún más terrible, ambas cosas.

Son momentos duros, momentos complicados, momentos observados en mis padres, momentos vividos, aún vívidos en la memoria, en los que la indefensión decadente, puede ser incluso más terrible trufada con el abandono, con la soledad, y que alcanza límites intolerables si se incluye la insuficiencia económica, tan habitual en muchos mayores, rayana, o plenamente incursa, en la miseria.

Todos tenemos miedo a ese escenario, todos, a partir de ciertos guarismos, observamos con resquemor, con miedo, a nuestro alrededor los casos de personas que son absolutamente abandonadas por una sociedad que, incursa en discursos populistas, no tiene, no habilita, no dispone los medios necesarios para garantizar una vida digna a aquellos más desfavorecidos, a aquellos que no han logrado labrar en su vida una solvencia económica que les garantice una dignidad vital, que la sociedad no cubre, por la que solo se preocupa en discursos y declaraciones, pero sin habilitar los medios.

Pero ese miedo, y esa emoción agradecida que sientes cuando tus hijos muestran su preocupación por tu situación, con una cierta actitud protectora, pueden convertirse en una trampa vital, casi mortal, en la que la tentación de dejarse ir, de dejarse llevar, puede arrastrarte a una incapacitación con más componente de lasitud, de comodidad, mimosa, que de esa incapacidad cruel y real que conllevan las decadencias física y mental, o la insuficiencia económica. Puede arrastrarte a una muerte en vida, y a una situación anímica, emocional, de relación paterno-filial, absolutamente negativa.

La tutela de los padres a los hijos es una actitud natural e inevitable, en la que los hijos evolucionan para hacerse independientes, y en la que los padres se mueven en un terreno de experiencias vividas desde la parte tutelada. Todos hemos sido hijos, todos hemos sido objeto de la atención, cuidado e instrucción de nuestros padres, que, con éxito variable, se pusieron a la tarea de forma voluntaria, voluntariosa.

La tutela de los hijos sobre los padres es una actitud previsible, pero no inevitable, en la que los padres evolucionan naturalmente hacia una incapacidad cada vez mayor, que puede rematar en una dependencia absoluta, y en la que los hijos se mueven en un desconocimiento casi absoluto, en una falta de preparación personal y social que lo complica todo. Por eso no es raro que ante una tarea que interfiere con unas vidas activas, con unas vidas ocupadas por otras tutelas, la de los hijos sobre los padres pueda derivar en una cierta forma de tiranía, o en una transferencia de esa tutela hacia instituciones, o empresas, que no pueden suplir la parte emocional de la relación, que suele quedar maltrecha, o en una implicación que puede poner en cuestión su vida familiar, profesional, e incluso su salud.

Todas esas opciones las he visto, la he vivido en mis propias carnes, y en todas ellas la tutela, la tutela de los hijos sobre los padres, ha sido imperfecta, en todas ellas la tutela ha dañado al tutelado y al tutor, en todas ellas el resultado final de la tutela, el balance emocional y económico del periodo tutelar, ha sido lesivo para las dos partes, en todas ellas la insuficiencia institucional, su parquedad, ha obligado a un sobreesfuerzo, ignorado por las leyes y su aplicación, por parte de los tutores.

Por eso, cuando mis hijos, en una acto de conciencia y generosidad que yo reconozco, insinuaron esa conciencia tutelar sobre mis actos, la alarma se instaló entre mis pensamientos, incluida esta reflexión, esta introspección extravertida sobre mi experiencia en el tema.

Con infinita gratitud, con un cariño emocionado, he tenido que plantarme y explicar que, de momento, mi cabeza funciona,  mi cuerpo responde y mi economía tiene opciones, por lo que debo descartar cualquier tipo de tutela sobre mis actos, o decisiones. De momento, afortunadamente, sé que la enfermedad existe, pero no es mi caso. Sé que la decadencia acecha, pero aún resisto. Sé que el dinero vuela, pero algo queda. Sé que puede llegar el día en que necesite su tutela, pero no es el momento. No, no de momento.

La tutela es un acto de responsabilidad generosa, debería de serlo. Pero el edadismo imperante en esta sociedad, hace que cuando alguien alcanza una cierta edad preconcebida, el entorno, sobre todo el administrativo, pero también el social, empiece a tratarte como si hubieras retrocedido a una intelectualidad incapaz, insolvente.

No dudo de que en generaciones anteriores esto fuera  así. Ya no lo es. Mis reflejos y mi capacidad de análisis de la circulación, entrenados desde que aprendí a conducir, allá por mis ocho años, siguen plenamente vigentes, por más que eso incomode al infausto Director de la Dirección General de Tráfico, y ampliamente superiores a ciertos elementos sospechosos, de menor edad, pero cuya habilidad para conducir solo está avalada por el pago de unas tasas y un papel administrativo que los autoriza.

No soy un tonto tecnológico, como parecen pensar ciertos funcionarios que intentan explicarme, mal, embarulladamente, cómo funcionan los sistemas informáticos, claramente ineficaces, absurdamente complejos y amigablemente insoportables, que hacen de cualquier necesidad ciudadana  un lío administrativo que fomenta la burocrcia, hasta que tienes que explicarles, que eres informático, analista, y que has dedicado parte de tu vida a esa labor. Y ante esta aclaración te miran como si salieras de la lámpara de Aladino.

No soy un minusválido físico, hago deporte regularmente, y mi salud parece buena, aunque se me den privilegios de atención que no necesito, y suelo rechazar cortésmente,.

No soy un marginado social, como no lo son la mayoría de las personas de mi edad, de mi provecta edad, con las que me relaciono, llenas de inquietudes, de proyectos, de ganas de divertirse y de vivir, no muy diferentes de las que teníamos hace cincuenta años. Incluso más conscientes de las posibilidades, más liberados de responsabilidades, más libres económica y anímicamente que entonces. Más preparados para apurar la copa hasta que la última gota, si es que no da tiempo a rellenar antes, se deslice hasta nuestra garganta.

Hay que agradecer la tutela ofrecida, que duda acabe, pero rechazar firmemente aplicaciones preventivas. La vida, si es que se acaba, tiene sus tiempos, y las tutelas, si es que finalmente hacen falta, los suyos.

87
1

2 COMENTARIOS

  1. Un artículo inteligente y sensible, pero también contundente, tanto para los sentimientos y la inteligencia del escritor como para los de quien podrían ayudarle en un momento determinado.

    0
    0

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí